Para el fin de semana una historia bonita, de reconciliación, llena de humanidad
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Otra noche más los
vecinos de arriba tenían fiesta sexual…a las dos de la mañana.
No hubiera importado
que me despertaran con sus quejidos y sus uyay de película porno mediocre, si
no fuera porque todavía no había podido pegar ojo. Antes de la fiesta erótica
habían estado jugando con los niños, una encantadora parejita que tenía por
costumbre dormirse tarde, pelearse a gritos, jugar con objetos que caían al
suelo con estruendo, correr por toda la casa con lo que desde abajo hubiera
dicho que podían ser botas de clavos o zapatos ortopédicos y celebrar con risas
tumultuosas las tumultuosas risas con
las que los padres celebraban siempre las majaderías propias y ajenas.
Les piqué en el techo
con la escoba que ya por costumbre llevo todas las noches a mi habitación para
estos menesteres. Y disminuyeron el volumen durante unos minutos. Cuando estaba
empezando a dormirme, llegó el turno a la riña, también frecuente en sus
costumbres nocturnas. Hoy tocaban reproches por el dinero que gastaba ella y
por el tiempo que pasaba él en el bar y por lo insoportables que eran las
madres de los dos.
Finalmente debieron de
quedarse dormidos, porque dejaron de reñir en voz alta. Pero nuevamente cuando
empezaba a coger el sueño un ruido estrepitoso me despertó. El vecino roncaba,
roncaba como lo hacen los camiones viejos cuando suben a tope de carga por una
carretera de montaña. Roncaba de manera inmisericorde, con premeditación y
seguramente con alevosía. Cada ronquido era una anti-sinfonía por la duración y
el tono sostenido. Yo rogaba a la divinidad, a la naturaleza o a quienquiera
que lo estuviera escuchando que le provocase un ahogo, un estertor final en el
momento más alto de su resoplido que lo condujera a una parada cardíaca. Pero
no, lo único que provocaban los ronquidos era el cabreo de su mujer.
-
Cabrón, date la vuelta que no me dejas
dormir – y se sentía lo que parecía un golpe dirigido a la barriga cervecera
del marido.
-
A mí tampoco – me atreví a decir.
A las siete, cuando
sonó el despertador no supe si estaba durmiendo o despierto o en transición
entre lo uno y lo otro. Sabía, eso sí, que estaba cansado por haber dormido
poco y sobresaltado. Ya lo había probado todo, había tratado de hablar con
ellos, me había comprado tapones para los oidos, tomaba somníferos. Nada dio
resultado y decidí empezar a buscar otra vivienda. Y lo sentía porque era un
piso que estaba bien situado, cerca de mi lugar de trabajo y el precio del
alquiler era razonable, un importe al que podía hacer frente con mi sueldo nada
generoso de funcionario municipal.
Me levanté y puse la
radio. En alguna ocasión había pensado en ponerla a todo volumen para
despertarlos, pero había desistido porque el resto de los vecinos no podían
pagar las culpas de estos energúmenos. Así que me duché con agua fría y tomé una taza de café negro para conseguir
mantener los ojos abiertos toda la mañana.
Si al menos pudiera
dormir la siesta cuando salía de trabajar. Pero no, a esa hora llegaba el turno
de la limpieza, probablemente porque no habían madrugado y no les había dado
tiempo a hacerla por la mañana. Movimiento de sillas, de muebles, aspiradora y
todo acompañado por música de Camela a un volumen poco discreto ¿por qué
algunos serán tan partidarios de compartir con los demás su mal gusto musical?.
Cuando coincidía por
las mañanas con algún otro vecino en el ascensor me miraban con lástima, se
fijaban brevemente en mis ojeras cada día más pronunciadas y me saludaban con
cariño, como se saluda a un inocente condenado a una pena degradante e injusta.
Un día en el portal, me
encontré con el vecino del 2º A, un jubilado al que le encantaba la
papiroflexia.
-
Buenos días, Esteban – me dijo como
quien tiene algo que contarte y no sabe cómo empezar.
-
Buenos días, Luis. Parece que sale el
sol – dije, por decir algo.
-
¿Sabes la noticia?
-
¿Qué noticia? – dije intentando
despertar del todo.
-
Se alquila el 6º F
Yo vivía en el 4º F,
por tanto el piso que se alquilaba era el que quedaba justo encima de los vecinos
insoportables. De momento me quedé un poco desconcertado porque tampoco parecía
una noticia tan importante y ya iba a despedirme educadamente cuando me percaté
del asunto. Yo podía alquilar el piso que estaba justo encima de los molestos y
una sonrisa de oreja a oreja me llenó la cara.
-
Gracias, Luis. Eres un buen vecino.
-
De nada hombre. Para eso estamos.
Y lo alquilé, claro. La
renta era un poco más cara que la que pagaba actualmente, pero iba a merecer la
pena.
El día que me trasladé
invité a varios amigos para celebrarlo. Mi piso era el último y el colindante
estaba vacío, era de un matrimonio de Zamora que solo lo ocupaba por el verano.
Estuvimos de fiesta
hasta las cuatro de la mañana, tomamos copas, pusimos música y contamos chistes
en voz alta por los efectos del alcohol. Sentimos despertar a los niños,
sentimos que nos picaban con la escoba y sentimos varias imprecaciones en el
transcurso de la noche.
Al día siguiente me
compré unos zapatos de claqué y un libro sobre las técnicas de esta modalidad.
También una tarima para no estropear el parquet. La tarima resonaba que daba
gloria cuando a las siete de la mañana hacía mi media hora de entrenamiento
bailando el zapateado de Sarasate. También hacía prácticas por la noche y los
sábado y domingos por la mañana. Me causaba un placer especial hacerlo cuando
los sentía iniciar una de sus frecuentes fiestas sexuales. Los dejaba disfrutar
unos minutos, zapateaba, se despertaban los niños, lloraban y yo me echaba a
dormir.
Un año más tarde,
cuando volvía de trabajar, una empresa de mudanzas estaba en el portal,
realizando un traslado. Alguien se mudaba.
En la escalera me
encontré con el vecino que bajaba acompañando a los de las mudanzas. Me miró
con rencor y yo le sonreí.
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