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Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

SUSANA

 

SUSANA




Cuando murió Susana, muchos lo criticaron porque ni en el tanatorio ni tampoco en el funeral lo vieron llorar una sola lágrima y ni siquiera presentaba un aspecto que denotase el más mínimo signo de tristeza.

-          Es increíble, que después de tantos años de matrimonio, después de tantas cosas que pasaron juntos no le afecte la muerte de Susana - decía una prima que hacía veinte años que no los había visto y que no tenía ni idea de lo que habían pasado juntos o separados.

-          Yo siempre dije que Ernesto era un tipo muy raro. Cuando se me murió la perra no me dio ninguna condolencia el primer día que nos encontramos- decía Luis, que era el vecino del 2º C y que nunca se había casado pero siempre había tenido perras.

-          Si hasta Fernando muestra más pena que él – remató Marcelo, amigo de Ernesto y Susana. El año anterior le habían prestado 5.000 euros para que pusiera al día la hipoteca, que tenía algo atrasada y aún no se los había devuelto. En el fondo tenía la esperanza que con la muerte de ella, igual Ernesto se olvidaba de la deuda.

Fernando era un primo de Susana. Habían salido juntos unos meses antes de conocer a Ernesto pero la pareja no cuajó, probablemente porque era manifiestamente gay.

-          Mira a Ernesto Jr. como llora y en cambio el padre como si la muerte de ella no fuera con él- intervino Margarita, que era la cotilla oficial de la familia de la muerta y todo el mundo sabía que nunca le había perdonado que le hubiera quitado a Ernesto, que en otro tiempo no la miraba con malos ojos.

Ernesto Jr. lloraba tristemente en una esquina y recibía las condolencias de las familias y allegados. Había marchado a trabajar a Londres hacía ya diez años y desde entonces se había limitado a llamarlos por Navidad y en un par de ocasiones para pedirles dinero que la vida fuera de España es muy dura.  Había venido a España por motivos de trabajo en varias ocasiones pero siempre estaba muy ocupado para poder acercarse a visitar a los padres. Desde que el padre lo avisó de la muerte de Susana, estaba pensando en cuanto le tocaría por herencia, porque la madre tenía unos terrenos que había heredado de los abuelos que seguro que valían un dinero.

Cuando incineraron a Susana, Ernesto dijo que no pensaba enterrar las cenizas, que estarían en casa mientras viviera. Lo consideraron una nueva excentricidad, pero nadie se opuso porque les apetecía dar carpetazo al asunto y seguir viviendo sus vidas, aburridamente acomodaticias.

Se encerró en casa y estuvo una semana sin salir. Si alguien lo llamaba por teléfono, les decía que se encontraba bien y se apresuraba a cortar la comunicación, así que pronto dejaron de llamarle. El hijo volvió a Londres, los amigos a sus costumbres habituales y la familia a esperar la siguiente muerte de algún primo o prima que les hiciese sentir la alegría de los supervivientes.

Transcurrida la primera semana se vio obligado a salir porque se le habían acabado muchas de las provisiones que tenía en casa. Desde la muerte de Susana comía poco y sin ganas, pero con regularidad hacía tres comidas que solían consistir en una taza de café y una pieza de fruta para el desayuno, un plato de pasta para la comida y algo de embutido con ensalada para la cena. Por las mañanas se levantaba pronto porque a las seis en punto despertaba, era lo hora en que había muerto su mujer. Se quedaba en la cama hasta las siete, mirando el retrato de Susana que tenía colgado en la habitación, frente a la cama. Se levantaba y desayunaba, siempre calentaba dos tazas de café con leche, una para él y otra en el cuenco que usaba Susana en vida para desayunar. Al terminar, se veía obligado a tirar al fregadero el café del cuenco, él era consciente de que no iba a aparecer Susana para beberlo pero le hacía compañía el ver su taza en la mesa.

Después de hacer la limpieza del piso y la comida, se sentaba en el salón y hablaba con la urna que contenía las cenizas, recordaba los buenos y los malos momentos que habían pasado, las ilusiones y también alguna desilusión. Pero nunca recordaba los dos últimos meses de su vida, el dolor, la angustia y el miedo. Ni tampoco la muerte de Susana. Lo había borrado de su mente como si nunca hubiera pasado.

Tomaba la comida en la cocina, sin gusto ni interés y después dormía media hora de siesta. Durante la tarde miraba fotos y videos de Susana, de él con Susana, de Susana con Ernesto Jr. y de los tres. Tenía cientos, miles de fotos de ella, siempre había sido aficionado a la fotografía y aún más aficionado a Susana. Después de cenar leía la prensa por internet y se acostaba temprano, se acostaba en la cama que había compartido con ella tantos años. Y dormía abrazado a uno de sus camisones para imaginarse que aún estaba allí, haciéndole compañía, como había sido siempre.

El primer día que tuvo que salir a realizar compras, lucía el sol y recordó que era el mes de julio. Al llegar al portal la vieja portera, Amancia, le dio el pésame. Él se quedó mirándola sorprendido y confuso. Era la misma mujer gorda y mayor de siempre, pero su cara…era la cara de Susana.

Farfulló un agradecimiento y salió del portal. En el supermercado la cajera y también la carnicera tenían la cara de Susana. Se quedó mirando a una y otra hasta que le preguntaron si se encontraba bien.

-          Si, estoy perfectamente, estoy muy bien.

Al día siguiente le tocaba ir al Centro de Salud a tomar la tensión. Cuando abrió la puerta del despacho de la enfermera, sabía lo que iba a encontrar al otro lado de la puerta. Y no se equivocó, era un cuerpo de enfermera con la cara de Susana. Y se quedó sentado, sonriendo, sin contestar a las preguntas que le hacía. Solo quería estar allí, mirando a Susana y viéndola sonreír de nuevo. No entendió por qué se levantaba e iba a buscar a la médica que también tenía la cara de Susana. Y las dos Susanas le decían algo, pero él no lo entendía, solo miraba a ambas, primero a una y después a la otra. Y sonreía.

Le dieron una medicación que le produjo somnolencia. Se acostó y estuvo dos días sin moverse de la cama. Al tercer día, por la mañana, sonó el teléfono. Era del servicio de Salud, le daban una cita,  fecha y hora para el Servicio de Salud Mental. Encendió el ordenador para saber en qué día estaba y comprobó que la cita era al día siguiente a las diez de la mañana.

Se presentó correctamente vestido con un traje gris y camisa azul marino. Su aspecto era en todo normal y la sonrisa no denotaba nada extraño. Cuando lo llamaron por su nombre entró a un despacho que en la puerta indicaba que era de la doctora Marta Gutiérrez Fernández –psiquiatra-. No le supuso ninguna sorpresa comprobar que la doctora tenía la cara de Susana. Se sentó y contestó a todo lo que la doctora le preguntó. Contestó sonriendo hasta en las preguntas más complicadas y las más dolorosas. Pero no podía hacer otra cosa que sonreír porque estaba viendo la cara de Susana.

Cuando lo despidió volvió a casa, tomó la medicación que la médica  Susana le había recetado y durmió, durmió casi continuamente. Solo despertaba para tomar las medicinas, comer e ir al servicio. Pero sabía que al cabo de una semana tenía que volver a ver a la doctora, a la doctora Susana.

Y así pasó un mes, sin mejoras apreciables ni tampoco retrocesos en su estado. Un día, cuando iba hacía el Centro de Salud Mental se encontró con la muerte. Fue en medio de la calle, se había producido un accidente y la muerte no venía a buscarlo a él, fue una simple casualidad que pasara por allí en aquel momento.

Pero la muerte tenía la cara de Susana y se fue con ella.

 

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