Las guerras, la miseria, la penuria de los otros sacan lo mejor y lo peor de lo que somos. Pero sobre todo, lo peor.
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Durante el invierno, el pueblo era zona de
paso obligada para quienes quisieran cruzar la frontera por tierra. Tenían que
atravesar la cadena montañosa a través del paso de las Águilas, único abierto
desde que caían las primeras nieves.
En esta época del año el paso solo era usado
por caravanas de comerciantes que llevaban guardias fuertemente armados, para
defenderse del carácter belicoso de los montañeses de ambas vertientes de la
cordillera. Nadie sin una fuerte protección osaba a aventurarse por él, por
miedo a ser atacado por sus salvajes habitantes o los no menos temibles
osos que habitaban las montañas.
Si los aldeanos veían llegar alguna de
aquellas caravanas, se encerraban en sus casas de piedra, con ventanas
protegidas por fuertes contraventanas de roble, pues sabían por experiencia que
los comerciantes de las caravanas y los soldados que los custodiaban solían comer
y sobre todo beber en abundancia cuando hacían parada en el poblado y a su
marcha siempre tenían que lamentar algún vecino muerto en reyertas y alguna de
sus mujeres violada y secuestrada por tan variopinta banda de desaprensivos. Si
la mujer era fea o vieja, después de haberla violado la dejaban en el pueblo y
eso creaba un problema aún mayor, porque aquellos toscos campesinos la
rechazaban y acababa muriendo de frio y hambre.
Con el paso de los años, los caravaneros
también habían aprendido que no era buena idea atacar a los lugareños, que
protegidos por los gruesos muros de sus casas se defendían arrojando piedras,
flechas y otros artefactos hirientes que acababan dejando el camino regado con
varios cadáveres. Así que había un acuerdo tácito de no molestarse mutuamente,
repostaban agua en el riachuelo que atravesaba el pueblo y seguían su camino
mansamente.
En primavera, con el deshielo, el paso era
ocupado por un contingente de soldados del rey, acompañados por aduaneros y
cobradores de impuestos, restableciendo el normal tráfico de personas hasta las
primeras nevadas del otoño. En esta época los lugareños practicaban el comercio
con los visitantes y recibían a cambio de sus productos exóticas mercancías
como telas con tintes de varios colores, abalorios y otros inventos procedentes
de mercachifles de distantes ciudades.
Al inicio de aquel invierno llegaron al
pueblo confusas noticias de una guerra en el país vecino. El señor feudal de
las tierras fronterizas del otro lado de la cordillera se había levantado
contra el rey de su país y se sucedían los enfrentamientos. Batallas no había
muchas, porque ambos temían a las tropas del otro, pero si continuas
escaramuzas, pueblos destruidos, cosechas saqueadas, pillajes, violaciones y matanzas
de campesinos.
A las puertas de las Navidades llegó la
primera caravana de refugiados. En el pueblo no sabían bien que hacer y optaron
por encerrarse en sus casas y observar por las mirillas de las puertas el paso
de aquella triste retahila de seres casi muertos de hambre, con miembros
ateridos por el frio y heridas aún sangrantes por las agresiones sufridas en su
calvario. Al encontrarse todas las casas cerradas, gritaron, suplicaron,
amenazaron y al no obtener ninguna ayuda, siguieron camino después de haber
robado los pocos animales que habían quedado sueltos en la aldea.
Los habitantes del pueblo estaban
impresionados por todo el miedo y la miseria que habían visto en aquella
caravana y decidieron que tenían que hacer algo para cuando llegaran los
siguientes refugiados.
Pasaron dos semanas y un día, un vecino del
pueblo que había salido a cazar, volvió corriendo a la aldea, gritando:
- Vienen
más, son muchos.
No fueron necesarias más aclaraciones, cada
vecino tenía una tarea asignada.
Cuando los harapientos hicieron su entrada
por la calle principal, les sorprendió ver unos enormes peroles en los que se
cocinaban, lo que por su olor parecía un guiso de lentejas.
Los habitantes les pidieron que se sentaran
en las mesas que habían dispuesto bajo un tendejón para protegerlos de la nieve
que caía mansamente y les sirvieron unas más que generosas pintas de cerveza,
seguidas de una buena ración del guisado de lentejas aderezado con trozos de
carnero.
Después de tantas miserias, aquel día los
refugiados comieron hasta hartarse. Después de terminar les condujeron hasta
unos antiguos abrevaderos donde les habían preparado unas enormes tinajas de
agua caliente para que pudieran asearse antes de ir a descansar a la sala de
Juntas, donde unos camastros improvisados pero cómodos, les iban a permitir
descansar esa noche.
Mientras se lavaban, los aldeanos comentaban
con contrariedad y pesar el aspecto escuálido de los supervivientes y las
historias que les contaron de los muchos muertos que dejaron por el camino.
Los refugiados quedaron profundamente
dormidos por el cansancio acumulado de tantas penurias y también por el efecto
de unas plantas alucinógenas que crecían
de forma natural en aquella zona. Los campesinos las usaban para mitigar los
dolores de los enfermos y las molestias de los heridos.
Procedieron entonces a cortar la cabeza a los
yacentes y acto seguido a
descuartizarlos, trocearlos y guardar aquellas reservas de carne en los
abundantes neveros que rodeaban el pueblo. Después, entre risas, se repartieron
las humildes pertenencias de los refugiados.
A la mañana siguiente, no quedaba ningún
rastro de la caravana y la gente comentaba con satisfacción que si recibían más
visitas, aquel invierno no solo tendrían abundancia de carne sino que además
podrían usar los excedentes para hacer ventajosos trueques con los poblados
vecinos.
En las celebraciones de las fiestas todos recordaron
a los refugiados y el día de Año Nuevo
dieron gracias al Señor por haberlos enviado.
Mientras, en la calle seguía nevando.
2 Comentarios
Andeluego...
ResponderEliminarNo lo puedo evitar, de verdad
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí