En el colegio, cuando
tenía diez años, escuchó una conferencia de un padre pasionista sobre el sexo
de los ángeles. El buen padre era partidario de que los ángeles no tuvieran
sexo, que fueran espíritus sin cuerpo incapaces de actos tan atroces como
copular. No lo dijo con estas palabras, claro, porque su audiencia eran niños
pequeños, monjas y frailes mayores, pero el sentido de la exposición era ese.
Desde entonces siempre
sintió curiosidad por los temas relativos a los ángeles y a su sexo, así como
por la historia de los ángeles caidos, los demonios para el vulgo. Admiraba a
los arcángeles Miguel, Rafael, Gabriel. Pero sobre todo era fan del arcángel
Uriel, el encargado de las tierras y los templos de Dios.
Nunca olvidó la
conferencia del pasionista pero la vida siguió, se hizo mayor, acabó el
bachillerato y siguiendo los deseos de su padre se matriculó para ser en el
futuro ingeniero industrial.
En segundo de carrera,
cuando era uno de los alumnos más brillantes de la facultad conoció a Alba. Era
hermana de un compañero de estudios y como presagiaba su nombre era rubia,
etérea, de ojos azules y hablar angélico y para quien la mirase sin pasión, de un
aspecto anormalmente infantil para su edad. Se diría que seguía siendo impúber,
si no de cuerpo, por lo menos de alma. Y Francisco se enamoró como un colegial.
Nunca había tenido novia porque siempre estuvo muy ocupado con los estudios,
con los ángeles y con el cálculo diferencial.
La cortejó, casi la
asedió pero ella no reparaba en él. Le agradecía los bombones que le regalaba
pero inmediatamente los compartía con Javier al que miraba con ternura aunque
él no le prestaba mucha atención.
Javier era el hermano
menor de Francisco, un años menor que él, y no se parecían en nada. Estaba
repitiendo el último curso de bachillerato, le gustaban los deportes, las
fiestas y odiaba estudiar. Pero tenía don de gentes, prendaba a las chicas con
la mirada de sus ojos color miel y a sus madres con sus modales un poco
anticuados, modales de caballero de los de antes. Y cuando le caía sobre la
frente un rizo de su ondulado cabello castaño, conseguía de unas y otras lo que
se proponía.
Y aunque al principio
no le prestaba mucha atención a Alba, después se enteró que su padre era un
empresario muy bien relacionado en la capital y muy rico por añadidura. Javier era
vago pero no tonto y se dio cuenta de le convenía que Alba fuera la mujer de su
vida. Y se hicieron novios.
Francisco trató de
consolarse de este fracaso centrándose en el estudio de la elasticidad y
resistencia de materiales y el Análisis dinámico de circuitos, pero nada de
esto era capaz de curar su corazón roto. Un día leyó en el tablón de anuncios
de la
Facultad que un padre pasionista iba a dar una conferencia sobre el sexo de los
ángeles y como es natural asistió.
Era el mismo fraile, el
mismo discurso, el mismo lenguaje engolado y las mismas teorías. A Francisco no
le pareció mal que el discurso no hubiera cambiado en estos años, sino todo lo
contrario. Los ángeles, pensó, seguirían siendo iguales porque no tenían el
espíritu mudable de las mujeres. Esto último lo pensó sin darse cuenta de que
no era Alba la que había mudado sus intereses que siempre se inclinaron por
Javier. Era él quien no asumía su fracaso.
Tras una semana de
profunda meditación comunicó a su padre la decisión de dejar de lado la
ingeniería y dedicar su vida a la teología.
-
No me interesan los ladrillos de la
tierra, solo los que empiedran el cielo – dijo.
Su padre que era
notario no entendió lo que significaban estas palabras, pero vio en su mirada
que era lo suficiente tonto como para hacer lo que decía.
Y así, después de
prolijos y brillantes estudios, se convirtió en un teólogo insigne que
asesoraba a obispos, a cardenales y hasta el mismísimo Papa de Roma. Nunca
quiso profesar de sacerdote, porque opinaba para sí mismo que en general eran
personas incultas, obreros de la religión que trabajaban para ganarse la vida
mientras él mismo solo vivía para cultivar sus excelsas elucubraciones
celestiales.
Su padre, que estaba
convencido de que era su hijo más tonto y por tanto necesitaba un apoyo
económico, le había dejado un pequeño capital bien colocado en ladrillos de la
tierra que le proporcionaban una saneada renta suficiente para llevar una vida
cómoda y beber por la noche aquel wisky de malta de 60 euros la botella, que
tanto les gustaba a los dos. Es en lo único que se parece a mí, suspiraba el
padre con evidente alivio.
Sin embargo Francisco
no necesitaba aquel apoyo económico. Sus conferencias en pías universidades
latinoamericanas y sus asesorías a los príncipes de la Iglesia, bien pagadas en
forma de becas desgravables, le aseguraban una vida cómoda y sin
preocupaciones.
En sus noches solitarias, mientras libaba el caro
licor de malta enfriado con hielo obtenido con agua de Perrier, dedicaba sus
ocios a estudiar sobre el sexo de los ángeles. Había leído todo sobre ellos Job 1:14;
Lucas 7:24; 9:52; Isaías 42:19; Malaquías 3:1; Malaquías 2:7, Apocalipsis 1:20;
Nehemías 9:6; Salmos 148:2, 5, etc. Nada relativo a los
ángeles le pasaba inadvertido. Saber que estaban organizados en nueve órdenes
perfectamente jerarquizados, ángeles, serafines, querubines, tronos,
dominaciones, virtudes, potestades, principados y arcángeles le llevaba a
admirar la perfección de la obra de su Creador y a su mente de ingeniero
frustrado le gustaba este orden inamovible.
Y
como contrapartida también estudiaba a los ángeles caídos y no podía dejar de
sentir una cierta simpatía por Lucifer, ese ángel de luz que quiso emular a
Dios.
Mantuvo
fuertes controversias con otros teólogos, no solo cristianos, sobre el sexo de
los ángeles. Discutió durante años a través de las revistas especializadas con
un teólogo alemán llamado Walter Von Schmidt, que sostenía que los ángeles no se apareaban porque al ser
inmortales su número no aumentaba ni disminuía. El
creía que el número de los ángeles sufría oscilaciones de acuerdo con los
cambios del número de habitantes humanos a los que tenían que vigilar y dirigir.
También
tuvo una larga polémica con un teólogo árabe que firmaba sus artículos con el
nombre de Amin y sostenía que los demonios si tenían sexo y lo ejercitaban,
pues los había masculinos y femeninos, llamados íncubos y súcubos, como
sostenían los escritores de la gnosis, pero que sin embargo los ángeles no
tenían ni practicaban sexo por mucho que Zacarías dejase entrever lo contrario.
Francisco le rebatía diciendo que en esencia los demonios eran ángeles caídos y
por tanto no podía tener sexo si los ángeles primigenios no lo tenían.
Y
mantuvo otros debates y polémicas con teólogos americanos evangelistas, con
predicadores latinoamericanos y con teólogos progresistas que dudaban de la
existencia de esos seres alados.
Cuando
cumplió los setenta años, recibió una carta de su noble antagonista Walter Von Schmidt, en la que anunciaba que tenía un tumor irreversible y no
quería morirse sin comunicarle que últimamente había pensado mucho en sus
diferencias teológicas y había llegado a la conclusión que la razón estaba del
lado de Francisco.
Se
alegró enormemente de esta última confesión y dio satisfecho un trago a su
licor ya un poco aguado. Entonces se fijó en la posdata de la carta, en la que
no había reparado.
- - Quiero encomendarle mi noble amigo que
siga difundiendo sus acertadas teorías para que sean conocidas por mis dos
nietos, Eric y Kerstin, demasiado jóvenes aún para que yo alcance a hacerles
llegar la verdad.
Francisco se quedó un rato pensando en este último
párrafo. Finalmente dio un último trago apurando el wisky de malta y murmuró.
- - Toda la vida discutiendo sobre el sexo
de los ángeles y solo ahora me doy cuenta que quien no tuvo sexo fui yo.
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