Un homenaje a esa generación aguerrida de abuelos, que si no tienen ganas las inventan
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Sabía que sus amigos
los llamaban pollavieja a sus espaldas, pero no le importaba porque era verdad.
Tenía setenta y ocho años, vivía solo y desde su segundo divorcio no había
tenido relaciones con ninguna mujer. Sentía un cierto pudor en intentar
conquistar a una mujer a su edad.
Pero aunque su bajo
vientre se hubiera rendido al paso de los años, otros sentidos seguían dándole
algunas pequeñas alegrías que si no le compensaban totalmente lo perdido, le
resultaban suficientes para ir trampeando la vida. Cuando en la tertulia del
bar, con los amigos, salía la conversación sobre estos temas siempre decía su
muletilla en la que creía sinceramente.
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La naturaleza es sabia, porque cuando
quita la capacidad también disminuye la necesidad.
Y estas menores
necesidades las satisfacía en la playa, por el verano. Iba a una playa de
tradición nudista, una playa veterana en estas lides donde asistían tanto
parejas jóvenes como mayores, un nudismo intergeneracional e intrafamiliar en
el que había parejas principalmente heterosexuales pero también abundaban las
homosexuales y familias completas donde se podían contar hasta tres
generaciones reunidas para pasar un día de vacación.
Y él llegaba solo,
caminando despacio porque el camino de llegada era un sendero de más de un
kilómetro de longitud no apto para vehículos motorizados.
Llegaba con su sombrilla, su nevera portátil,
la toalla y el libro electrónico y buscaba un sitio cómodo y alejado de la zona
más transitada, con preferencia en el borde del semicírculo de arena que era el
límite exterior de la playa.
Instalaba la sombrilla
de manera que el sol no le diera directamente en la zona calva de la cabeza y
que protegiera del sol la pequeña nevera portátil donde traía la comida y se
sentaba en la toalla, desnudo como lo parió su madre y se ponía a leer el libro
electrónico donde siempre traía alguna obra filosófica de enjundia. La crítica
de la razón pura le atraía mucho, aunque en varios años de lectura nunca había
conseguido acabar el primer capítulo. También solía traer cargados en el
artilugio electrónico novelas de ardua lectura como el Ulises de Joyce o La
Montaña Mágica de
Thomas Mann y textos políticos como el Manifiesto Comunista o El Capital de
Karl Marx. Tampoco en estos había pasado
de los primeros capítulos.
Pero siempre
perseveraba en su intención de leer y aún de llegar a comprender estas joyas
del intelecto humano, aunque su principal actividad en la playa era la de
coleccionista de culos.
Entiéndase que no era
una colección propiamente dicha, pues no se quedaba con ningún trasero, que
tenían en todos los casos como legítimos dueños a las personas que los llevaban
puestos en su cuerpo. Tampoco intentaba plasmarlos en una foto, lo que habría
resultado mucho más fácil gracias a su teléfono móvil de última generación que
disponía de una potente cámara fotográfica integrada. Pero no, el no sacaba
fotos de traseros con los que no tenía ninguna vinculación. Por nada del mundo
se atrevería a robarle la imagen del culo a nadie.
Simplemente se sentaba a la sombra, ponía sus gafas de sol con cristales de espejo y mientras mantenía el libro abierto sobre su regazo, fiscalizaba todos los cuerpos en general y los culos en particular, que se enseñaban con naturalidad y sin ninguna malicia.Y había muchos tipos diferentes de culos.
Estaban los culos de las chicas jóvenes y estilizadas, sin grasas ni carnes superfluas. Estos se mantenían erguidos y desafiantes a la acción de la gravedad. Eran en general culos vitalistas y dados al optimismo.
Después venían los que
eran sus preferidos, los culos redondos de las chicas jóvenes pero rellenitas,
culos que prometían todo tipo de posibles delicias casi gastronómicas. Por
algún motivo que desconocía, estos culos solían pertenecer a un cuerpo blanco y
lechoso que siempre parecía estar en peligro de quemaduras solares. Por eso,
los acompañantes de estas chicas se demoraban tiernamente en extenderles la
crema por todas aquellas zonas descubiertas. Hay que decir que las dueñas de
estos culos siempre estaban acompañadas por novios delgados, enjutos y morenos
que miraba nerviosamente a los lados, como temiendo que alguien viniera a
disputarles el privilegio de la extensión de la crema.
Estaban después los
culos de las madres jóvenes, generalmente acompañadas de su pareja y sus hijos.
Eran culos más anchos, como si los partos los hubieran prolongado a lo ancho y
solían complementarse con un poco de barriga y unas tetas más rotundas de las
de las chicas más jóvenes. Eran culos dados al cariño filial y por algún motivo le hacían recordar la ensaladilla rusa y los filetes empanados que llevaba su madre a la playa cuando era un niño todavía.
Le gustaban también los
culos que él llamaba cuarentones. Eran mujeres en su plenitud, acompañadas
muchas por sus parejas y en otras ocasiones por sus amigas, señal de que ya el
divorcio había pegado sus dentelladas en este grupo de edad. Había dentro de
este colectivo dos sub-grupos diferenciados. Por una parte estaban las
primerizas en estas lides, con nítidas marcas de los biquinis que habían
empezado a quitarse recientemente y algún tic de puritanismo en sus gestos.
Solían usar los brazos para tratar de ocultar lo que hasta hacía poco había
tapado el biquini o el bañador. El otro subgrupo era el de las veteranas de
años de practicar el nudismo, que no tenían ningún falso pudor cuando se
echaban a tomar el sol o paseaban por la playa con sus pendones ondeando al
viento.
Y después estaba el
grupo de las matronas. No les importaba tener el culo con celulitis, la barriga
con lorzas ni la piel con arrugas. Ellas eran las más naturales, reñían a sus
maridos a discreción como si estuvieran en casa y tenían claro que iban a la
playa para que el sol les calentase las tetas.
Y tomaba nota mental de
todos los culos, sus formas y correspondencias, el porte de sus dueñas y las
calificaba sociológicamente por su estado civil, su posición social, estudios y
demás características. Como no tenía ninguna posibilidad de comprobar sus
conclusiones, las consideraba siempre como acertadas.
Al mediodía se levantaba y se daba un baño de mar, un baño hasta las rodillas que ya no tenía edad para más y después de un corto paseo comía un bocadillo, escanciaba una botella de sidra que traía en la nevera y dedicaba un par de horas a dormir la siesta, siempre a la sombra que le proporcionaba la sombrilla, que las quemaduras del sol son muy dañinas para los viejos.
Y durante la tarde
seguía pasando revista a traseros, porque los traseros de la tarde eran
diferentes de los de la mañana. Tenían colores más vivos, más saturados de todo
el día al sol y estaban más tersos de haberse bañado en el agua del mar, de
haber caminado por la arena y de jugar a las palas que los hacían tensarse cada
vez que le daban un golpe a la pelota.
Alguna vez un ave
solitaria de la tercera edad había puesto la toalla cerca de la suya y lo había
mirado de reojo pero con insistencia. Pero él siempre las mantuvo a distancia,
no tenía edad para esas tonterías y mucho menos estaba dispuesto a compartir
la pensión con ninguna abuela tan vieja y sola como él.
Después del verano
volvía al bar de siempre, a los amigos y la tertulia de todos los años. Todos
hablaban de sus vacaciones que generalmente habían consistido en cuidar a los nietos y comprar un ventilador
para combatir la canícula. Cuando le preguntaban a él, siempre decía lo mismo:
- Tranquilas pero aburridas. En el pueblo.
Nadie sabía de que
pueblo era y si le preguntaban, cambiaba de conversación. Solo él sabía que sus
vacaciones no se habían acabado y que no se acababan nunca, porque todos los días después de
la comida se sentaba en el sofá de su casa, cerraba los ojos y recordaba los
culos de la playa.
Y así hasta el próximo verano.
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