Imagen de Birgit Böllinger en Pixabay
-I-
Desde hace muchos años voy al dentista el
primer martes de los meses de Abril y Octubre. La mayoría de mis conocidos
piensan que es una norma absurda, pero reconozco que soy un hombre poco
flexible y que me encuentro muy cómodo dentro de la rutina, de cualquier
rutina.
Mis padres, que eran un poco como yo, me
acostumbraron a pasar dos revisiones anuales con su dentista de toda la vida,
un hombre agradable, ya entrado en la cuarentena cuando lo conocí. Tenía yo por
entonces 15 años y una dentadura fuerte, capaz de atreverse con las pipas de
girasol, los cacahuetes y todo tipo de frutos secos.
Desde el principio me cayó bien aquel hombre
entrado en carnes, con un bigote recortado estilo años cuarenta y dedos
amarilleados por su costumbre de fumar tabaco rubio. Al acercarse a mí para
realizarme la limpieza de dentadura, notaba yo aquel olor a cigarrillos de rubio americano, que
seguramente compraba de contrabando a alguno de sus clientes.
En aquella época no estaba mal vista ninguna de las dos cosas,
ni fumar ni comprar cosas de contrabando. Ahora, puede que tampoco.
El guion de mis visitas era siempre el mismo,
lo que me resultaba ampliamente cómodo y encajaba en mi personalidad:
- Hola,
Antoñito, ¿Cómo estás?
- Bien,
Don Wenceslao ¿y usted?
- Muy
bien, Antoñito. ¿Cómo van esos dientes?
- Bien,
van bien. Sin novedad.
- ¿Fumas,
Antoñito?
- Si,
si señor. Algo
- ¿Y
toses, Antoñito?
- No,
no señor
- Pues
sigue fumando, Antoñito y ya toserás.
Dicho
esto, soltaba una risa, una risa desganada, risa de chiste de persona con buena
educación.
Después
me mandaba sentarme en ese sillón que tienen todos los dentistas y que parece
diseñado para asustar y me realizaba una limpieza de dentadura.
Durante
25 años no varió en nada esta rutina. Siguió llamándome Antoñito incluso cuando
empecé a quedarme calvo y trabajaba de funcionario en el Registro de Bienes
Muebles. Con el tiempo dejé de fumar pero nunca me atreví a decírselo por no
llevar nuestra conversación por caminos desconocidos que no sabía a donde nos
podían conducir.
Necio
de mí, había llegado a pensar que las cosas nunca cambiarían, pero el primer
martes de Abril del año en que hacía veintiséis que Don Wenceslao cuidaba mis
dientes, me recibió con un aire más formal que de costumbre, y no me preguntó
si continuaba fumando. A su lado una mujer joven, morena, de estatura menos que
mediana, con gesto serio a la vez que seguro. Tenía unos ojos ambarinos que
daban a su mirada un cierto aire de ternura. Vestía traje chaqueta gris y
zapatos de tacón bajo.
- Antoñito,
te presento a Aurora
- Tanto
gusto.
- Encantada.
- Te
preguntarás quien es. Sabes que no tengo hijos, gracias sean dadas a Dios.
Aurora es hija de la cuñada de mi prima Fernanda y lo más parecido a una
familia que tengo. Es odontóloga, yo le pagué la carrera, porque los padres son
unos manirrotos que nunca tuvieron un duro y si por ellos fuera, ahora estaría
de chupatintas en cualquier oficina del tres al cuarto.
Aurora
no dijo nada, no pareció sentirse humillada y su mirada tranquila no se alteró
por este discurso tan fuera de lugar. Yo, en cambio me sentía un poco molesto,
por el desprecio con el que había hablado de los chupatintas. Al fin y al cabo,
yo lo era. Me quedé callado, esperando que continuara con sus explicaciones,
pero no dijo nada más y supuse que la chica estaría haciendo prácticas de fin
de carrera o algo así.
Sin
más comentarios me mandó sentar en el sillón odontológico, y se puso a trabajar
en mis dientes. Cuando me aplicaba la cureta ultrasónica para eliminar el sarro
yo sentía como siempre una sensación de dentera que me hacía tensarme en el
sillón. Vi que Aurora seguía atentamente
las maniobras de la herramienta y me pareció ver en sus ojos una chispa de ironía.
Al
despedirme, después de pagar religiosamente los 50 euros de la limpieza y ya en
la puerta, don Wenceslao me dijo:
- Esta
es la última limpieza que te haré. Cuando vuelvas en Octubre te atenderá
Aurora. Yo me jubilo el mes de Agosto.
- Bueno,
yo…
No
me dejó seguir.
- Adiós,
Antoñito- Y cerró la puerta.
Me
enfadé, vaya si me enfadé. Sí, es cierto que me enfadé solo, sin que nadie me
hiciese ningún caso y es verdad que tampoco se me ocurría a quien podía
contarle que mi dentista me dejaba tirado después de tantos años. Y ¿Cómo sería
esta Aurora?.
Pensé
en buscar otro dentista, pero al final desistí. Por lo menos a esta ya la
conocía y la consulta seguiría siendo la misma (o eso creía yo).
-II-
El
primer martes de Octubre, a las cinco y media de la tarde fui a la consulta. En
la puerta, que había sido lijada y pintada recientemente, una placa indicaba:
Dra. Aurora González Sampedro
Odontóloga
Estaba
acostumbrado a la vieja placa, rayada y deslucida que simplemente decía
–Dentista-. Me abrió una chica que supuse era recepcionista. Joven, de pelo
rubio teñido, ojos azules, piel muy blanca. Llevaba una blusa blanca que dejaba
adivinar unos pechos bien conformados y una discreta minifalda. Me sonrió y me
indicó que pasara a una salita que nunca había visto abierta en años
anteriores:
- ¿Don
Antonio, verdad?. La doctora le atenderá enseguida.
Y
se fue cerrando la puerta. El cuarto estaba a amueblado con un sofá color verde
pistacho y en medio del cuarto, una mesa de cristal que contenía varios números
de revistas de diverso contenido. Las paredes estaban pintadas de un sedante
color claro y olía a ambientador de limón.
No
habían pasado más de dos o tres minutos cuando la propia doctora abrió la
puerta:
- Buenas
tardes, Don Antonio. Por favor, pase a la consulta.
Estaba
deseando entrar en la consulta, a aquella habitación oscura, salvo por la
potente luz del sillón donde se sientan los pacientes, que olía a medicación y
tabaco rubio, adornada por aquellos cuadros de diversas vistas de secciones de
dientes y otras vistas aún más desagradables de una boca humana.
Pero
no, claro. Aquella chica no estaba dispuesta a dejar nada como estaba, como
siempre estuvo. Las paredes pintadas en un suave tono verde, tenían colgados
varios cuadros con paisajes relajantes. A la derecha un mueble de inmaculado
color blanco con diverso instrumental pulcramente colocado en las estanterías.
Se oía una suave música de fondo que casi invitaba a bailar.
El
propio sillón dental era un nuevo modelo de aspecto moderno y asiento
ergonómico. A la izquierda del mismo un monitor que probablemente estaba conectado
a algún sistema informático permitía a la doctora ver las placas de los dientes
sin necesidad de moverse de su sitio.
Al
recibirme en la salita me había tratado muy formalmente pero una vez que me
senté en el sillón ella le dio a un botón que lo tumbó hacía atrás hasta
ponerse casi horizontal. Se situó detrás de mí con luz del sillón enfocándome
directamente y empezó a interrogarme:
- Dime
Antonio, ¿algún problema con la dentadura desde la última visita?- Ahora me
tuteaba.
- Pues
no. Nada – dije yo a la defensiva
- Abre
la boca, por favor. Voy a hacerte unas placas, no te asustes.
Pero
si me asusté.
- Que
pasa ¿tengo algo malo?.
- Pues
no creo, pero para eso te hago las placas
- Don
Wenceslao nunca me hacía placas. No necesita hacerlo, me miraba los dientes y
ya veía si tenía algo.
- Antonio,
tío Wences está jubilado. Ahora tu odontóloga soy yo y quiero ver como tienes
todo el sistema dental.
No
me atreví a replicar y abrí la boca. Parecía que sabía lo que se traía entre
manos
- Antonio,
tienes una dentadura muy sana para tu edad. Por esta vez solo tendré que
hacerte la limpieza
No
pude decir nada, porque inmediatamente me metió dos tubitos en la boca y cogió
la cureta ultrasónica que empezó a vibrar. Y no solo eso, también usó una
cureta manual y puntiaguda para hurgar entre las junturas dentales y extraer
todo el sarro. Siempre me ponían nervioso aquellos aparatos escarbándome entre
los dientes y esta vez no fue una excepción. Pero entonces ella se acercó más
para ver algún detalle de mi boca y entonces olí su perfume. Un delicioso olor a canela llegó a mi sistema
sensorial olfativo. Ya no sentía la cureta, pero los pantalones empezaron a
quedarme estrechos por la zona de la bragueta.
No
tengo mucha experiencia con las mujeres. Me gustan, pero no las entiendo. Ya sé
que casi nadie las entiende, solo que yo no entiendo por qué no las entiendo,
no sé si me explico. Y me dan miedo, porque lloran cuando son felices y también
cuando están tristes, se ríen sin motivos y cuando les cuentas un chiste se
quedan serias, talmente como si les hubieras dicha alguna grosería, que igual
si, pero nunca vi a un hombre ofenderse por eso. Si intimas con una, enseguida
quiere que te olvides de las demás, pero cuando pasan un par de semanas ya te
está diciendo que eres un pesado y que solo piensas en follar.
Total,
que después de un par de experiencias más bien decepcionantes, decidí
satisfacerme únicamente con honradas profesionales que nunca me decían que no
si pagaba y nunca pedían más una vez agotado el crédito, no sé si me explico.
No
estaba acostumbrado a esa aproximación tan inquietante y fue aún peor cuando
para llegar a las muelas más recónditas se puso de pie y su pecho derecho quedó
justo rozándome la mejilla izquierda.
Me
sentí turbado y perturbado y terminé la sesión más empalmado que un duque
consorte. Pagué a la recepcionista y marché como alma que lleva el diablo a
aliviarme en mi casa.
El
tiempo consiguió que me pasase el susto y olvidé mi propósito de cambiar de dentista. Pasó el
otoño y llegaron las Navidades. Recibí una postal de Aurora deseándome felices
fiestas y sentí que empezaba a echar de menos sus cuidados. Me hubiera gustado
que algún trozo de turrón duro me hubiera partido un diente para pedir una cita
adelantada, pero no hubo forma y al acabar las fiestas había engordado 2 kg de
tanto comer turrón de Alicante.
Pero
como todo pasa, pasó el invierno y como todo llega, llegó el primer martes de
Abril. Y allí estaba yo de nuevo, nervioso como un novio principiante . Me
abrió la puerta la misma recepcionista y Aurora me arrimó el mismo pecho
mientras hurgaba en mis dientes. Y claro, me excité con la misma facilidad.
Las
siguientes visitas se convirtieron para mí en una rutina deseada y deseable que
después me dejaba durante varios días e incluso semanas en un estado de
alelamiento digno del más inocente quinceañero.
En
una visita me insinuó que sería conveniente hacerme una revisión cada tres
meses y yo entusiasmado acepté a partir de entonces tener una cita el primer
martes de los meses de Enero, Abril,
Julio y Octubre.
Todo
podría haber seguido así, si no fuera porque el primer martes de un mes de
Enero, en el quinto año de nuestra relación, cuando ya me disponía a salir de
la consulta, me dijo la muy…traidora:
- Antonio,
cuando vuelvas en Abril no estaré en la consulta.
Me
dio un vuelco el corazón y por un momento pensé que también se jubilaba, como
Don Wenceslao.
- Y
eso, ¿Por qué? – acerté a decir
- Me
caso, Antonio. En Abril estaré de viaje de novios y habrá una dentista
sustituta. Pero no te preocupes, para la cita de Julio ya estaré trabajando.
- ¿Y
no puedes cambiar de idea?.¿Para que necesitas casarte?. Así estamos bien.
Me
miró con un aire extraño, como de sorpresa. Como si hubiera dicho una tontería.
- Antonio,
estoy enamorada y me caso. Pero seguiré siendo tu dentista, como hasta ahora.
- Ya,
vale. Bueno, pues felicidades.
Que
otra cosa podía decir. Salí casi corriendo mientras sentía como un puño que me
oprimía el pecho.
Nunca
volví a aquella consulta.
Con
los años se me cayeron los dientes y me puse una dentadura postiza. Fue un
alivio.
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