Seguimos con la racha de cuentos delicados, tiernos y de buen rollito. Es Navidad y el coronavirus sigue matando personas mientras brindamos con champagne
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------
El
mejor momento del día era el tiempo de la cena, cuando tenía la tranquilidad
suficiente para pensar en si mismo, para planificar el día siguiente, para
tomarse un descanso. Antes le daba la cena a Marisa y la dejaba dormitando,
sentada en su butaca favorita, en el salón, delante de la televisión a la que
no prestaba mucha atención porque ya no era capaz de seguir la trama de una
película sin perderse en ella.
Cenaba
poco. Siempre había sido de mucho comer, pero desde hacía unos años, desde que
Marisa enfermó del maldito Alzheimer, había ido perdiendo poco a poco el
apetito. Solo comía porque sabía que era necesario para mantenerse fuerte, para
tener fuerzas para cuidarla.
Después
de fregar los platos, se quedaba sentado en la cocina, sin hacer nada, con los
ojos cerrados, hasta que sonaba la voz chillona y agotada de ella:
- Lino,
Lino, que me meo.
- Ya
voy Marisa- la tregua había terminado.
Y
la llevaba al baño. A veces ya se había meado y había que cambiarla de arriba
abajo si no había tenido la precaución de ponerle un pañal después de cenar. Si
no, le tocaba hacer guardia frente a la puerta del baño. Ella no le dejaba
estar dentro, pero cada poco le llamaba:
- Lino,
¿estás ahí?.
- Si,
Marisa ¿Qué quieres?
- Nada.
A
él le gustaría que le llamase Carlos, que era su nombre. Siempre lo había
llamado Carlos, durante los cuarenta y cinco primeros años de matrimonio. Pero
desde que estaba enferma, desde que no distinguía los años, ni las personas, ni
recordaba su vida común, ni a su hijo que vivía lejos, se empeñaba en llamarle
Lino.
Lino
era un novio que había tenido, la había dejado poco antes de conocerle a él y a
Carlos no le hacía ninguna gracia. Trató de hacerla recordar cuál era su nombre
“Carlos, Carlos. Soy tu marido” pero daba igual, a los cinco minutos le llamaba
“Lino, dame un beso” y el acabó rindiéndose. Le daba más rabia cuando había
alguna visita, pero casi nunca tenían visitas y en todo caso él, para salvar la
vergüenza, decía a la visita que era un apodo cariñoso que ella le daba.
Ninguna de sus visitas, el médico, la asistenta, la vecina del primero C que
venía muy de vez en cuando, sabían la historia del noviazgo de Lino.
Le
gustaría llevarla para la cama cuando acababa en el baño, pero ella había
dormitado durante buena parte del día, mientras él preparaba las comidas o
mientras se aseaba o hacía la limpieza de la casa porque la asistenta solo
venía dos veces por semana y ahora no tenía sueño.
Pero
él si lo tenía. Con setenta y ocho años cumplidos todo el ajetreo diario lo
cansaba y lo peor estaba aún por llegar, lo peor eran las noches. Así que sabía
que no tenía que apurarse en acostarla, porque si no, se desvelaba.
Se
sentaron a ver la televisión y aunque ella no era capaz de seguir una película,
a aquellas horas la hacía relajarse y le entraba somnolencia viendo cualquier
concurso o lo que fuera.
- Lino,
¿somos felices?.
- Claro,
Marisa. Somos muy felices
- ¿Y
hace mucho que somos felices?
- Siempre
fuimos felices, Marisa.
No
era cierto, habían tenido problemas como todos los matrimonios del mundo. Hacía
veinte años, al poco de que Carlitos se marchase a trabajar a los Emiratos
Árabes, habían estado a punto de separarse. Y no había sido culpa de él, ni de
ella. Simplemente descubrieron que ya no tenían nada que decirse.
Pero
bueno, mejor no pensar en esas cosas, después aún tuvieron diez años de
felicidad, bueno felicidad tampoco, pero de convivencia y cariño. Eran, como
tantas parejas después de muchos años de convivencia, un matrimonio fraterno.
- Lino,
hoy no me pienso acostar. Voy a estar viendo la televisión, este programa y
después otro y otro, hasta que yo quiera.
- Claro,
Marisa. Hasta que tú quieras no nos acostamos.
Sabía
lo que seguía. La dejaría cinco minutos entretenida con la televisión y después
le diría suavemente:
- Venga,
Marisa, es la hora de acostarse
Y
ella, dócilmente, se dejaría levantar y llevarla al baño a lavarse la boca y
después a la cama sin la menor protesta.
Lo
peor era el momento de tomar la medicación. Eran muchas pastillas y ella tenía
problemas para tragar. Estaba perdiendo la habilidad de tragar, se le estaba
olvidando.
- Abre
la boca, Marisa
Y
la abría. Le metía en la boca las pastillas machacadas con un poco de agua.
- Ahora,
trágalas.
Y
ella cerraba la boca, pero no las tragaba.
- Venga,
trágalas, así – y él hacía el gesto de tragar
Pero
no las tragaba. Y así un intento y otro, con paciencia. La miraba y veía su
gesto extraviado de quien no entiende lo que le están diciendo y no podía
evitar sentir una fuerte congoja.
Cuando
por fin conseguía que las tomase, la acostaba y él se echaba encima de la cama
con ella, para que estuviese tranquila, para que se durmiese. Pero después él
se acostaba en la pequeña cama que estaba al lado de la de Marisa. Prefería
dormir solo.
Le
daba un poco de vergüenza reconocerlo, pero le daba asco despertar por la noche
y oler a orines, porque Marisa se meaba durante la noche y aquel olor a ácido
úrico le revolvía el estómago. La limpiaba, la cambiaba y lo hacía todo con
cariño, pero despertar con aquel olor era superior a él. A veces lloraba
desesperado cuando pensaba en estas cosas.
Este
año por Navidad no había venido Carlitos. Les dijo que no tenía vacaciones,
pero después les mandó una postal desde el Caribe, con vistas de una playa
paradisíaca. Seguramente no se acordaba de que les había dicho que no tenía
vacaciones.
Se
había dormido y él se dispuso a hacer lo mismo, porque Marisa despertaba
durante la noche y lo llamaba. Así que tenía que aprovechar el tiempo. A las
dos de la mañana la sintió llamarlo:
- Carlos,
estás ahí – a veces, al despertar por la noche lo llamaba por su nombre.
- Si,
Marisa. Estoy aquí. Dime.
- Enciende
la luz
La
encendía
- Dame
agua.
Se
la daba.
- Mañana
voy a prepararte una paella, Carlos, que te gusta mucho.
- Claro,
Marisa. Pero ahora vamos a dormir, anda.
Y
le daba un beso y la cogía de la mano. Con el tiempo se había dado cuenta que
cuando despertaba por la noche tenía miedo a la oscuridad. Así que encendía una
pequeña lámpara que tenía en la mesita de noche y le daba la mano para que se
durmiese. Aquella vez hubo suerte y se durmió al cabo de diez minutos.
El
tardó bastante más, se desvelaba con facilidad y no pudo evitar pensar que iba
a ser de ellos si él caía enfermo. A las dos y media apagó la lámpara y poco a
poco se quedó dormido.
Despertó
a las cinco, sobresaltado de no sobresaltarse. No era normal que Marisa
durmiese tantas horas seguidas sin llamarlo. Se levantó despacio y se acercó a
ella. No la sintió respirar. Le puso la mano en el pecho. No sintió latir el
corazón ni expandirse los pulmones.
El
médico del 112 no hizo más que certificar su muerte. “Paro cardíaco” le dijo
escuetamente. A las seis de la mañana vinieron del seguro de decesos a recoger
el cuerpo. Le dieron el pésame y le dijeron que a partir de las nueve de la
mañana pasase por el tanatorio a arreglar el papeleo.
Le
mandó un whatsapp a Carlitos: “tu madre acaba de morir. Pero no te preocupes
por venir, no te daría tiempo a llegar al funeral”. Sonrió para si mismo y se
dijo que mejor darle la disculpa para evitar el dolor de una excusa.
Después
mandó mensajes a los pocos conocidos y familiares que le quedaban en
condiciones de asistir al funeral. Se preparó un café y mientras lo tomaba
recibió la contestación de Carlitos: “cuanto lo siento, papá. Imposible
desplazarme ahora, pero espero ir en Febrero. Un abrazo y cuídate”. En Febrero
y aún estaban en Octubre.
Decidió,
por hacer algo, deshacer la cama de Marisa y tirar a la basura las sábanas y la
manta. La sábana bajera estaba manchada de mierda.
El
cajón de la mesita estaba lleno de los medicamentos de ella. Ahora ya no le
servían de nada y los recogió para entregarlos en la farmacia. En la caja de
las pastillas para dormir había una nota que él había escrito porque se lo
había dicho el neurólogo: OJO, NO ADMINISTRAR CON LOS TRANQUILIZANTES.
Eran
unas pastillas tranquilizantes muy fuertes que le había recetado porque en
alguna ocasión había tenido fuertes ataques de angustia. Pero debía suspender
las pastillas para dormir, no eran compatibles.
- Puede
dormirse y no despertar – le había dicho el médico.
Sacó
varias pastillas de cada uno de los medicamentos y las dejó en la mesita. Al
lado tenía un vaso de agua.
Se
sentía muy cansado.
0 Comentarios
Agradeceré tus comentarios aquí