Cuando
se iban a acostar, ella como todos los sábados se puso un salto de cama
transparente y dejó encima de la mesita la pequeña toalla ritual con la que se
limpiaban los restos del amor. Pero él le dijo que tenía en fuerte dolor de
cabeza y que mejor lo dejaban para otro momento. Ella se extrañó, porque
durante los veinticinco años que llevaban juntos siempre hacían el amor los
sábados por la noche, solo se saltaban la costumbre cuando ella estaba con la
regla y aun esta tregua no la respetaban si el flujo no era abundante.
Pero
él pensaba que no debía saciarse esta noche de su cuerpo. No,
Porque
sabía que la iba a matar esta noche.
Aquel
día se había levantado pronto, a la siete de la mañana y había salido a hacer
deporte, como todos los sábados. Ella se había quedado en la cama porque los
fines de semana le gustaba desperezarse despacio hasta las nueve. Era su vicio
semanal.
Él
salió como de costumbre a hacer el circuito deportivo de la urbanización.
Pasaba por delante de su casa unifamiliar y bordeando la mayoría de las casas
se adentraba hasta la orilla del rio y después de una breve subida describía
una amplia semicircunferencia en medio de un bosquecillo de pinos para bajar
nuevamente hasta las casitas unifamiliares, todas similares y todas diferentes,
casitas con un pequeño jardín y un garaje enterrado debajo de la vivienda.
Casas de satisfechos ejecutivos de medio pelo y de comerciantes venidos a más
que se saludaban por las mañanas cuando iban a trabajar, con la satisfacción de
los que han alcanzado todas las metas que se había propuesto en la vida. En
total cinco kilómetros que eran la medida de su estatus.
Trotaba
ya cerca del río cuando se cruzó con una chica de rasgos orientales que corría
en sentido contrario. Pensó que debía ser una empleada de servicio doméstico,
porque iba vestida con un chándal que se veía que era de mercadillo, de los que
venden en los puestos de los negros, falsificaciones hechas en Tailandia o
Camboya de marcas de primera fila. Pero al fijarse en su cara, tuvo la sensación
de que no era la primera vez que la veía. Tenía unos ojos grandes y oscuros y
una mirada entre triste e insinuante que le traía recuerdos aunque no sabía muy
bien de que o de cuándo.
Siguió
trotando a paso vivo pero con aquel recuerdo prendido en su cabeza, lo que le
causaba una extraña sensación de nostalgia. Cuando después de completar la
semicircunferencia del bosque de pinos inició la bajada hacia el grupo de
casas, por fin recordó el recuerdo.
Cuando
tenía dieciocho años y estaba a punto de entrar en la Universidad, se había
propuesto que al terminar la carrera se pondría a trabajar durante cinco años
con el propósito de ahorrar dinero para comprar un velero y dar la vuelta al
mundo. Sería un viaje sin fecha de caducidad, era el proyecto de su vida y
coleccionaba todos los folletos, libros de viaje, mapas de rutas y todo lo que
tuviera que ver con su plan. Un día, en el mercadillo de los domingos, había
encontrado un poster de Filipinas en el que una chica, una chica con rasgos muy
similares a la que se había cruzado, invitaba a viajar para conocer su tierra.
Por
supuesto no podía ser la misma chica,
porque el póster era muy antiguo y esta chica muy joven. Pero durante tres años
fue el símbolo de su proyectado viaje, lo enmarcó y lo tenía de cabecera en la
habitación.
¿Qué
había pasado?¿Por qué nunca había hecho ese viaje?. Pues lo que pasó es que la
conoció a ella, se enamoraron y cuando acabó la carrera y encontró trabajo, se
casaron, compraron un bonito piso y más tarde aquella casita unifamiliar y poco
a poco, el viaje fue quedando relegado al olvido. En el traslado a la casa
actual el cuadro del póster se perdió o puede que esté guardado en el trastero
con sus ilusiones juveniles. Pensó que igual no era tarde aún, todavía estaba a
tiempo. Pero no podía engañarse, sabía que la vida que tenía con ella, aquella
felicidad tranquila y burguesa siempre iba a ser un estorbo para hacer realidad
su sueño.
Y
entonces decidió que aquella noche la tenía que matar.
Era
la única forma de quitarse el lastre que le impedía marchar a recorrer el mundo
en un velero. Sí, es cierto que cuando se casaron pensaban en emprender la
aventura juntos, pero era una ilusión sin esperanza de realizarse. La vida con
ella era una vida burguesa, tranquila, de polvo los sábados por la noche y
comida con los amigos los domingos en un restaurante de moda.
Para
recuperar la ilusión perdida sabía lo que tenía que hacer,
Sabía
que aquella noche la tenía que matar.
Después
de dar las dos vueltas habituales al circuito, cuando llegó a casa ella ya le
había preparado el desayuno, mandarina ya pelada, taza de café y dos tostadas
con mantequilla y mermelada. Y ya tenía puesto el chándal de marca, no una falsificación
como el que llevaba la filipina, lista para cumplir con el rito matinal de los sábados
de ir a hacer la compra semanal en el Mercadona de la urbanización. Después de
desayunar, se duchó, se puso un chándal también de marca y sacó del garaje el
cuatro por cuatro para ir a la compra. El supermercado quedaba a menos de 500
metros de la casa, pero siempre llevaban su flamante coche comprado esta
primavera.
Mientras
ella compraba la viandas habituales, él siempre buscaba algo con lo que
sorprenderla. Unos bombones de una marca nueva, un vino blanco de alto precio
para la comida, o cualquier delicadeza que se salga de lo habitual. Después lo
dejaba en el carro y ella hacía como que no se daba cuenta para sorprenderse al
llegar a casa y descargar lo adquirido. Era uno de sus ritos.
Aquel
día tenía que ser algo que se consumiese totalmente en la comida. No podían ser
bombones porque no los terminarían en el día. Escogió una botella de vino
Santiago Ruiz 2018 de la denominación de origen Rias Baixas. La consumirían
totalmente en la comida, y no quedarían restos,
Porque
esta noche la tenía que matar.
Después
de comer, él le insistió en ir a visitar a los padres de ella. Le pareció que
era un buen detalle por su parte llevarla a que se despidiera de ellos, aunque
ni unos ni otros supieran que era la última ver que se iban a ver,
Porque
esta noche la iba a matar.
Fue
una velada muy agradable. Él siempre había tenido una buena relación con sus suegros,
los llamaba papá y mamá porque él era huérfano desde la adolescencia y le
gustaba sentarse con Fermín, que así se llamaba el padre de ella, a fumarse uno
de los excelentes puros habanos de su suegro, siempre Cohiba o Montecristo y
tomar una copa de Cardenal Mendoza Gran Reserva, mientras hablaban de los mal
que lo estaba haciendo el gobierno social-comunista.
A
las siete marcharon porque habían quedado para cenar con Carlos y Ana, sus
mejores amigos. Era una costumbre la cena de los sábados en verano y otoño y la
comida de los domingos en invierno y primavera. Se cambiaron de ropa, pusieron
algo más formal y recogieron a sus amigos. Tenían reservada mesa para las diez
en un restaurante de moda, Altamirano y como era temprano y hacía una
temperatura muy agradable, pararon a tomar una cerveza en una terraza cercana a
la plaza de la Catedral. La cena la regaron con un Ribera de Duero, un Pago de
Carraovejas 2018 y a los postres Carlos les propuso escoger restaurante para el
sábado siguiente.
Él
comentó que mejor lo decidían durante la semana, porque no le parecía bien
planear algo que no se iba a llevar a término,
Porque
la iba a matar esta noche.
Después
de cenar tomaron el café y un wiski, un Glenfiddich de 15 años mientras
charlaban distendidamente en la misma terraza donde habían tomado la cerveza
antes de cenar.
Y
se retiraron pronto, no había pasado mucho rato de la medianoche,
Porque
la iba a matar esta noche.
Esperó
en la cama a sentirla dormida, a notarla entrar en la fase REM cuando los
músculos se relajan y aparecen los sueños, pero había tomado alcohol durante
todo el día y ella estaba inquieta, le faltaba la descarga sexual de las noches
de sábado y daba vueltas inquieta en la cama. Así que terminó durmiéndose antes
que ella.
Despertó
a las cuatro de la mañana, exhausto por aquella pesadilla habitual de los
últimos tiempos y como todas las noches solo la recordaba confusamente, el
estilete puntiagudo y la sangre arrollando por las patas de la cama de
matrimonio. Tenía ganas de orinar y se levantó silenciosamente, sin encender la
luz para no despertarla. Se sentía húmedo y pegajoso. Como todas las noches de
pesadilla, había sudado copiosamente. Orinó a oscuras y volvió a la cama sin
meter ruido.
Ella
estaba echada boca arriba, ocupando el centro del lecho. Se deslizó dentro de
la cama y le cogió la mano. Al principio no se dio cuenta, pero pronto se
percató de que algo estaba mal. Tenía la mano fría, congelada, muerta. Le puso
la mano entre las piernas, pero la zona púbica también estaba fría. Le puso la
mano en el abdomen, pero no se expandía y contraía, no respiraba y una sustancia
viscosa parecía haberse extendido por todo el camisón.
Encendió
la luz y vio sus propias manos manchadas de sangre. Lo que había tomado por
sudor, era aquel líquido viscoso y sanguinolento. Ella estaba en posición de
decúbito supino y la larga navaja que había comprado hacía varios años en una
excursión turística a Albacete le penetraba por el quinto espacio intercostal
en dirección al corazón. No respiraba y la sangre que manchaba el camisón
comenzaba a coagularse.
La
había matado esta noche.
3 Comentarios
Menos mal que no soy tu mujer...vaya mente retorcida la tuya, jajaja
ResponderEliminarEs ficción, Yoli. No tengo una mente retrocida, solo imaginativa, jajajaja
ResponderEliminarO puede que si. Igual soy un poco retorcido
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí