A mediados de los sesenta, la dictadura empezaba a boquear
como los peces que se quedan sin agua. Lo malo es que la mayoría de los
españoles no se daba cuenta, porque aunque fuera el principio del fin, el
aparato de represión seguía funcionando. El miedo continuaba presente en la
vida de casi todos y ni el seiscientos, el frigorífico o la televisión podían
espantarlo.
Si los adultos aún no se daban cuenta de la muerte lenta de la
dictadura, aunque muriera matando, los chavales que entonces íbamos al Instituto
ni siquiera teníamos muy claro lo que era una dictadura, porque de esas cosas
no se hablaba y bien te lo advertían en casa para que no fueras a irte de la
lengua y metieras a toda la familia en un lío.
No se podía hablar de política ni de libertad, pero sin
embargo si se podía hablar de religión, a condición de que fuera para reconocer
que la católica era una única verdadera.
En todos los colegios e institutos la Iglesia tenía comisarios
que eran los profesores de religión. El mío era un hombrecillo bajo, grueso y
calvo, tres defectos que para alguien que tiene voto de castidad tampoco deben
ser muy gravosos. Era un sacerdote perpetuamente vestido de sotana, lo que no
tiene nada de raro porque en aquella época todos los curas la llevaban. Entraba
en clase y se quitaba ceremoniosamente el sombrero de teja que depositaba a un
lado de la mesa. Después se persignaba y rezaba un Ave María. Y toda la clase
con él, porque nos habían enseñado que hay que obedecer a los maestros y a los
curas y este era ambas cosas.
Se llamaba Don Ramón, porque todos los curas tenían el don
delante del nombre y no tratarlos con el debido respeto podía ser hasta pecado
mortal. Eso si, cuando no nos oía lo llamábamos “El Ramonín” por aquello de que
era pequeño, gordito y más bien poca cosa.
No era mala persona, solo un poco pesado. Cuando empezaba a
explicar sus normas de moral católica, era muy capaz de dormir a toda la clase
antes de diez minutos. Pero claro, dormíamos con los ojos abiertos para que no
nos fuera a castigar.
-
Es ejemplo, verdad, de aquella muchacha limpia y
hacendosa. Pero que…
Sus lecciones empezaban con una frase similar a esta, todas
cortadas por el mismo patrón. Y era capaz de continuar así durante los sesenta
minutos que duraba la clase y eso tres veces por semana. Pero algunas veces se
exaltaba, entraba en trance y nos trataba de inculcar un cristianismo
militante. Muchos condiscípulos se mantenían semidormidos en sus asientos, pero
algunos, seguramente más simples e inocentes, se dejaban contagiar por el afán evangelizador
del cura y lo escuchaban con emoción. Yo era uno de ellos.
Una tarde de primavera, cuando estábamos en plena digestión,
Don Ramón nos dio una lección magistral sobre la blasfemia:
-
¿Habrá pecado más horrible que la blasfemia, que
insultar al Creador? Para Él somos algo insignificante, no le costaría ningún
trabajo destruirnos ante semejante insulto…
Y tras unos segundos de silencio, como para que meditásemos
sobre lo que acababa de decir, continuó:
-
Además es un pecado absurdo. Porque si el que lo
comete cree en el Creador ¿Cómo puede atreverse a semejante insulto a Dios
Todopoderoso?
-
Y si no cree en Dios, suponiendo que pueda haber
gente tan ignorante ¿Cómo se puede ser tan ignorante de insultar a alguien que
piensas que no existe?
Aquel argumento me convenció totalmente, durante el resto de
la clase estuve pensando en él y llegué a la conclusión de que era irrebatible.
Al final de la clase Don Ramón que se despidió diciendo:
-
Es nuestro deber como cristianos afear a los
blasfemos sus pecados.
Era la última clase del día y salí del Instituto con un
fervoroso ardor inspirado por las palabras del cura. Como todos los días nos
dirigimos a una sala de billares próxima donde nos distraíamos un rato jugando
un par de partidas al futbolín.
Tuvimos que esperar para empezar a jugar porque todos estaban
ocupados y nos pusimos a contemplar la partida que se jugaba en ese momento en
el futbolín que usábamos habitualmente.
Jugaban dos chavales un par de años mayores que nosotros y que
solían parar por allí. Eran bastante brutos y mal hablados, tipos que en
aquellos tiempos llamábamos “quinquis” y procurábamos evitar. Pero aquel día yo
me sentía un San Esteban.
A mitad de la partida, cuando el otro le metió un gol, el que
tenía más cerca dijo:
Cagüen dios
Yo estuve a punto de saltar, pero echaron a rodar la siguiente
bola y me pasó la oportunidad.
Esta bola le vino propicia y fue el quien metió el gol, así
que se rio pero sin blasfemar.
En la siguiente bola, que era la última, después de varias
alternativas el compañero le metió un gol por la misma escuadra:
Cagüen dios y en la madre que lo parió.
Era mi oportunidad misionera. Y saqué toda la batería de
argumentos que Don Ramón me había proporcionado:
-
Si crees en dios, como puedes decir esa
barbaridad
-
Y si no crees ¿Por qué insultas a alguien que
piensas que no existe?
Se me quedó mirando fijamente y en otras circunstancias
estaría muerto de miedo. Pero me sentía protegido por mi argumento irrefutable.
Sacó un paquete de tabaco, prendió un cigarrillo, le dio dos
caladas y por fin se dignó a contestarme:
-
Chaval, es que yo creo en dios, pero me cae mal.
Me desarmó. Acababa de romper mi argumento infalible y yo no
sabía que podía contestar, no se me ocurría nada.
-
Y si no quieres que te de una hostia, dame un
duro para jugar la revancha con ese cabrón – dijo señalando a su compañero.
Ahora si tenía miedo, porque acababa de romperse mi escudo
argumental. Le di el duro y marché, corrido y avergonzado.
Aquel día me di cuenta de que no existen los argumentos infalibles.
Fue el primer paso de un camino que acabaría convirtiéndome en un agnóstico.
Y en un cobarde.
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