La vida está hecha de acuerdos, pero algunos son difíciles de mantener.
Y hablando de acuerdos, yo tenía uno con mi propio blog de publicar un cuento cada día entre el lunes y el viernes de cada semana. Pero llega un momento que escribir un cuento todos los días me perturba la siesta, me impide hacer bien las digestiones y por la noche no tengo pesadillas porque las vomité todas en lo que escribo. Y sobre todo esto último, no lo puedo soportar más.
Así que a partir de la próxima semana publicaré de forma más anárquica, uno días si, otro días no y otros ya veremos. Eso sí, seguiré avisando en Facebook y Twitter cuando lo haga.
Gracias por leerme sin cobrar nada 😂😂😇😇😆😆😆
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Habían llegado a un acuerdo. Él
no se iba a enfadar cuando lo riñese por cometer algún error al conducir, o por
no echar la ropa sucia en la lavadora ni fregar los platos de la comida o mear
descuidadamente en la tapa del váter. A cambio tendría permiso para salir los
viernes por la noche con los “amigotes” como los llamaba ella siempre.
El acuerdo parecía bueno. Es
cierto que solo podía salir una noche a la semana y a cambio era previsible que
tuviera que soportar media docena o más de riñas, riñas que le dolían porque
sabía que ella siempre tenía razón porque él hacía esas cosas y muchas más.
Pero era una forma de evitar
aquellos continuos enfados por si lo reñía, por si salía de noche y así todas
las noches mirándose en la mesa sin hablarse, sin que le preguntase como le había
ido el día, sin decirle que la comida estaba muy rica, aunque la sopa estuviera
demasiado caldosa y las patatas fritas correosas. Pero no soportaba aquella
guerra fría que ella siempre acababa ganando y le obligaba a una rendición
incondicional un día sí y otro también.
Durante una semana las cosas
funcionaron bien y nunca marchaba al trabajo sin darle un beso y desearle un
feliz día. Pero el cese de hostilidades empezó a hacer agua el martes que se
olvidó de echar los calzoncillos sucios a la lavadora y los dejó debajo de la
cama, lo que acabó de ofenderla porque pensó que lo había hecho adrede. Fue una
escaramuza que se solucionó, como siempre, con un armisticio humillante y al
día siguiente se presentó a la hora de comer con un ramo de flores, como si
fuera un delincuente que tuviera que hacerse perdonar un delito inconfesable.
Pasaron dos días tranquilos en
los que tuvo especial precaución en fregar los platos de la comida, echar la
ropa sucia a la lavadora e incluso en jueves hizo la colada, por lo que obtuvo
una sonrisa de ella que le supo a gloria.
El viernes cuando llegó a comer,
se encontró con un plato de macarrones con tomate y de postre peras al vino.
Aquello ya le dio mala espina, porque eran sus platos preferidos y solo se los
hacía para días especiales, como su cumpleaños o el día que cobraba la paga
extra de Navidad.
Cuando acabó de comer le preguntó
que si quería un café y esto ya lo hizo temblar, porque nunca le preparaba café
después de las comidas, decía que le ponía nervioso. Y con el café, un chupito
de licor.
Trató de zafarse nada más
terminar el café porque estaba seguro de que iba a estallar la tormenta en cualquier
momento. Pero no le dio opción.
-
Va a venir mi hermana Luisa.
No dijo nada.
-
Esta tarde. Y se va a quedar a cenar.
Siguió callado.
-
Es su cumpleaños. Y como está sola.
-
Me voy a trabajar. Dale recuerdos.
-
¿Pero es que no piensas venir a cenar?
-
Es viernes. Es mi día de salir con los amigos.
Dile que venga mañana.
-
Pero su cumpleaños es hoy. Y mañana no puede,
porque tiene plan con sus amigas. Y hace más de un mes que no la veo – la voz
se le quebró en la última frase.
-
Lo siento. Yo tengo mis planes.
-
Nunca hubiera creído de fueras a hacerme este
feo. Todo el día limpiando y cocinando para ti y para una vez que te pido algo…
Y una lágrima, una sola, se
deslizó por su mejilla derecha. Una furtiva lágrima, pensó, acordándose de la
interpretación de Luciano Pavarotti. No le gustaba la ópera, pero una vez la
acompañó a ver esta obra.
-
Adiós
Y se fue dando un portazo.
Al principio se sentía bien, pensó
que se había portado como un hombre. Pero más tarde empezó a pensar en lo
ofendida que se sentiría, el enfado que tendría que soportar todo el fin de
semana, la tarde del domingo sentados en el salón, ella sin mirarlo y dando de
vez en cuando un suspiro para exteriorizar su dolor.
Llamó a los amigos para disculparse y llegó a casa a las ocho en
punto con una caja de bombones para Luisa.
Sintió su mirada, su mirada de
vencedora, ella sabía desde el principio que no iba a faltar a la cena.
A veces, por la noche cuando se
sientan a ver la televisión, le da por pensar lo difícil que es vivir con mamá
a los cuarenta y cinco años. Y se le humedecen los ojos.
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