Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

AQUELLOS TIEMPOS ANTERIORES


AQUELOS TIEMPOS ANTERIORES






 Para el fin de semana una distopía basada en la pandemia, pero en el fondo amable porque acaba bien ¿o no ?

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Cuando surgió la pandemia en la primavera de 2020, nos cogió a todos de improviso. Nadie se imaginaba que podríamos quedar confinados en las casas durante varios meses ni que después del confinamiento tendríamos miedo de los vecinos, de los viejos, de los sanitarios. Teníamos miedo de todo el mundo y todo el mundo tenía miedo.

Había empezado en diciembre, en una región de China, donde se expandieron los casos a toda velocidad. Cuando supimos del confinamiento de toda la región, de los controles de la policía para que las personas no salieran de casa, cuando supimos que construyeron un hospital en diez días, nos decíamos unos a otros “eso aquí no puede pasar”, ”China es un país atrasado, una dictadura”, “nosotros tenemos una buena sanidad pública”.

Algunos dijeron que era un virus menos letal que la gripe, y todos nos reímos mientras tomábamos nuestros aperitivos en bares atestados de gente, mientras paseábamos por calles rozándonos con multitud de gente y hacíamos la compra tocando los productos, productos que otros también habían tocado. Y nos marchábamos felices para nuestra casa.

También íbamos a visitar a nuestros familiares mayores y los llenábamos de besos y abrazos dándoles nuestro amor y también nuestros coronavirus.

Fue en el primer trimestre cuando la pandemia estalló en Europa. Como ejércitos invisibles atacaron primero Italia, después España y sucesivamente se fue expandiendo por el resto de la vieja Europa, con una virulencia mayor que la desarrollada inicialmente en Asia. Tuvieron como aliado necesario nuestra confianza en que eso no podría pasar aquí. Desde Gran Bretaña nos miraron en principio con el distanciamiento propio de su insularidad, también pensaron que no les pasaría a ellos. Cuando el Primer Ministro tuvo que ser ingresado de urgencia en una UCI, empezaron a tomar medidas serias pero el virus ya estaba creciendo también allí de forma incontrolada.

Y América decidió que era un virus chino y europeo, que morirían los que tuviesen que morir, pero no iban a sacrificar la economía. Los países que más despreciaron al virus fueron los más afectados.

A finales de abril EEUU tenía probablemente más de un millón de infectados. No se sabía a ciencia cierta cuantos, dado que el insuficiente sistema sanitario del país estaba orientado como negocio más que como servicio público. En Brasil la pandemia crecía sin que el Gobierno fuera capaz de articular una respuesta coordinada ante las crisis.

A principio del verano se empezaron a ver indicios de que la pandemia podía estar controlada, los casos habían bajado de forma importante en Europa y en EEUU se habían estabilizado. Todo ellos con un importante coste en vidas, y una crisis social que nadie confiaba que se pudiera solucionar a medio plazo. Los salarios bajaban, los precios de productos esenciales habían subido por encima de los dos dígitos y el paro asolaba Europa y EEUU. A pesar de ello, muchos dirigentes sostenían que lo peor había pasado y que habría que recuperar la economía “con muchos sacrificios”.

Y se relajaron los controles. Pero no fue la explosión de alegría que nos habíamos imaginado. Mucha gente había perdido su trabajo y tenían poco que celebrar. Había pordioseros por todas las calles, gente que habían tenido un trabajo, una vida, una familia y que lo habían perdido. En sus miradas se notaba que para ellos la pandemia acababa de empezar.

Pero la crisis no había pasado. En África muchos países se veían asolados por una ola creciente de casos, en América del Sur aún seguía creciendo y había laminado las frágiles economías de estas naciones.

En Octubre estábamos ya inmersos en lo que se dio en llamar la segunda ola. Los más afortunados, los que conservaban el empleo aunque fuera cobrando menos y trabajando más, los que cobrábamos una pensión, los que habíamos sobrevivido salíamos a la calle pero cada vez con más miedo. Se producían casos con un ritmo creciente, teníamos claro que era el fin de la sociedad que habíamos conocido.

Cuando en el transcurso del otoño las infecciones por coronavirus crecían ya de forma exponencial salíamos a la calle a comprar lo necesario, comida, productos de higiene, medicamentos y también entrábamos en los bares y los gimnasios, pero nos mirábamos con desconfianza al pasar al lado de otra persona. No nos veíamos, solo nos mirábamos lo necesario para no tropezar, no mezclarnos, para no contaminarnos con los otros. No nos conocíamos, las mascarillas nos ocultaban del prójimo  y tampoco queríamos conocer a nadie.

Cada persona era un potencial caballo de Troya que podía llevar en su cuerpo los coronavirus que nos matarían. Al principio el Gobierno llenó las calles de policías, para controlarnos, pero pronto se dieron cuenta de que no era necesario porque no queríamos salir.

En Diciembre la mayoría de las mascotas habían sido sacrificadas. Algunos habían cogido miedo a sus propios animales porque había rumores en las redes sociales de que podían contagiar el virus. El Gobierno lo había desmentido repetidamente, pero en aquella época nadie creía lo que decía el Gobierno. Otros, los más, habían sacrificado a los animales para poder dar de comer carne a sus hijos, a sus familias, a los suyos. Los precios de la carne habían alcanzado unos precios tan altos que solo unos pocos privilegiados la podían comprar y ya habían sido sacrificados muchos animales de producción, por lo que también escaseaba los productos lácteos, los quesos, el jamón y en general todos los de origen animal.

Un día, en las redes se propagó un bulo de que un hombre había sacrificado a sus hijos para dar de comer a su perro al que quería especialmente y cuando se acabó la carne de los hijos el perro también lo había comido a él. Seguramente era mentira, pero las autoridades dejaban que se propagasen estas mentiras para tenernos controlados. El miedo y la desconfianza son armas de control muy eficaces.

El Gobierno hizo una campaña para animar a la gente a consumir, decían que así de reactivaría la economía. Pero ¿quién tenía dinero para consumir? El hambre se había vuelto algo cotidiano.

Ya casi nadie sacaba el coche para ir a trabajar o a distraerse, la gasolina había multiplicado por diez sus precios, sobre todo desde que el golpe militar y las revueltas en Arabia Saudí habían sembrado el caos en el mercado del petróleo.

Todo funcionaba peor que antes. En Enero la UE había desaparecido de facto, era un fantasma gobernado por unos funcionarios no elegidos por nadie y a los que nadie hacía el menor caso. Cada país seguía su propio camino y aunque la mayoría mantenían el euro como moneda, estos euros eran distintos en cada país, su valor difería y en la práctica en las escasas transacciones internacionales se había vuelto a usar el oro como moneda universal.

Con la llegada del nuevo año la mayoría de los Gobiernos democráticos fueron cayendo como piezas de un rompecabezas y fueron sustituidos por otros autoritarios, que fueron incapaces de reconducir la crisis. Solo una cosa funcionaba de forma eficiente, y era Internet. Todos los gobiernos se encargaron no solo de mantenerlo sino de expandirlo. Pero tampoco era la Red que conocimos antes de la crisis. Ahora estaba fuertemente controlado por los Gobiernos, eran redes gubernamentales y las redes sociales finalmente se había convertido en una trampa que dejó al descubierto las ideologías políticas, sociales y religiosas de los ciudadanos y los gobiernos usaban la información para neutralizar a los que les resultaban molestos. Solo la pornografía corría libremente por Internet, porque los dirigentes eran conscientes que hacía falta una válvula de desahogo para evitar un estallido. Bueno, un estallido no, porque no había interacción entre las personas, pero sí múltiples pequeños estallidos que podían hacer incontrolable cualquier sociedad.

En la India y Pakistán nadie sabía el alcance de la crisis. Las precarias condiciones económicas, la debilidad de los sistemas de salud y la pobreza de cientos de millones de personas hacía que la pandemia se extendiese sin que nadie fuera capaz de medir su verdadera extensión.

En el mes de Febrero se detectaron nuevos casos de un virus mutado en diferentes países de África, de Europa y en EEUU. A pesar del cierre de fronteras que siguió a la noticias de esta nueva mutación resistente a cualquier antiviral, se extendió como un reguero de pólvora por todo el mundo. Antes de finales de mes había más de cien millones de nuevos contagios y a mediados de Abril la estimación es que los infectados superaban los quinientos millones de personas y el número de muertos los cien millones. Nadie se atrevía a salir de casa salvo para comprar alimentos y la gente acudía a comprar embutidos en todo tipo de protecciones. Los alimentos escaseaban, se producían muchos menos por la pandemia y escaseaba el transporte. Los precios subían y la gente no tenía dinero ni trabajo.

Los científicos no se ponían de acuerdo sobre las causas de este nuevo brote y exhortaban a la gente a mantener una escrupulosa higiene y evitar el contacto. Pero la epidemia se transmitía a personas que llevaban aisladas mucho tiempo, que por miedo no salían de casa ni siquiera para comprar comida y se alimentaban de las menguadas existencias que tenían en casa. Nadie sabía cuál era el motivo de la propagación tan virulenta de esta segunda oleada.

Se observaba un estricto distanciamiento y una higiene que tendía a ser obsesiva. Y se infectaban y morían a un ritmo cada vez más rápido. Los contagiados entre el personal sanitario había crecido de forma exponencial, lo que agravaba aún más la mortalidad, ante la escasez de médicos y enfermeros.

Finalmente en un laboratorio sudafricano descubrieron que el medio transmisor de la infección de este coronavirus mutado había cambiado. Había adquirido la capacidad de transmitirse a través del agua. Eso explicaba que cuanto más se lavaban las manos más se transmitía la enfermedad.

Afortunadamente, calentando el agua por encima de los ochenta grados la mayoría de los  virus morían, pero el problema es que el agua se contaminaba nuevamente con mucha rapidez, por lo que este remedio solo resultaba efectivo si el agua se consumía inmediatamente después de hervirla y nadie tenía una solución para poder consumirla a esa temperatura. 

Se intentaron algunas soluciones para esterilizar el agua en grandes cantidades, pero ninguna dio resultado. Se reinfectaba inmediatamente.

Los científicos y los gobiernos, desesperados, buscaron soluciones a nivel global, intercambiaron conocimientos como nunca antes se había hecho. Pero el problema parecía insoluble, el agua era imprescindible para la vida y el agua mataba. Y los científicos también morían a gran velocidad.

En pocos meses la pandemia empezó a ser solo uno de los problemas de aquellas sociedades agonizantes. La falta de agua potable, la ausencia de higiene y la malnutrición se aliaron en una síntesis perfecta de destrucción. En pocos meses el dinero desapareció, dejó de tener valor y la mejor forma de conseguir comida era quitársela a quien dispusiera de ella.

Los asesinatos, las palizas, los robos se convirtieron en algo habitual lo que contribuyó a mermar aún más la población. Internet terminó desapareciendo al igual que habían desaparecido los gobiernos, las multinacionales, la televisión, las universidades y tantas otras cosas. Solo importaba conseguir comida y vino. Por algún motivo el virus no contaminaba el vino y los que podían mataban animales, recolectaban frutos silvestres y bebían vino. Pero la mayoría se veía obligada a beber zumo de alguna fruta silvestre y en el peor de los casos agua. Las frutas silvestres empezaron a escasear también, la mayoría de las fuentes estaban contaminadas por el virus y la gente seguía muriendo. Ya no morían los viejos, porque no quedaban viejos en el mundo.

En la primavera de 2023, tan rápido como había llegado, la pandemia desapareció. De pronto la gente que bebía agua no enfermaba y si se lavaban con ella tampoco resultaban contaminados por el virus. No se sabía si habían adquirido inmunidad o el virus había muerto de éxito.

Y empezó la reconstrucción. Al principio con mucha desconfianza y sin atreverse a establecer relación unos con otros.

Pero con el tiempo las personas volvieron a ser seres sociales. En el verano de 2023 ya nadie enfermaba de coronavirus, la gente aprendía otra vez a cultivar los campos y había sobrevivido poca gente pero de casi todas las profesiones. Se habían destruido la mayoría de las infraestructuras anteriores, pero existía una gran base de conocimiento en las personas que habían sobrevivido. Por pueblos, por comarcas y en pocos años por entidades mayores se reconstruyó lo esencial para volver a civilizar a la raza humana. La sociedad no volvió a ser igual que antes, faltaban muchas cosas y mucha ciencia, pero se recuperó la energía eléctrica, se recuperaron los libros de las bibliotecas, se recuperaron gran parte de los conocimientos médicos. Las ciudades se quedaron como un monumento a la insensatez de un desarrollo incontrolado que había estado a punto de extinguir al homo sapiens de la faz de la tierra.

La naturaleza recuperó su equilibrio y las personas hablaban entre ellas y contaban la historia de la plaga a los niños que ya habían nacido en la nueva era, para que el olvido de lo pasado no los llevara a cometer los mismos errores.

Para referirse a aquella época, siempre decían “aquellos tiempos anteriores” y no se miraban para decirlo, para no ver el miedo y la vergüenza en los ojos de los otros.

Mientras, escondida en lo más profundo de la naturaleza renacida, una colonia de coronavirus ahora reducida a una masa inerte de proteína, esperaba pacientemente a que alguien volviese a trastocar la naturaleza lo suficiente para renacer. No tenían prisa, podían esperar miles de años.

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