Siempre fui de sueño fácil y de bragueta triste. Dormía la
noche sin remordimientos de tiempo perdido y notaba el paso de los años por el
pelo que iba perdiendo.
Mis amigos que ya estaban todos casados y con hijos. Hasta
Felipe, que todos sabíamos que le gustaba la carne y el pescado, tenía un par
de niños cuya foto llevaba siempre en la cartera y enseñaba con orgullo a sus
parejas ocasionales de ambos sexos. Y empezaban a llamarme a mis espaldas “el
solterón” y a dedicarme otras maledicencias.
Pero todo cambió desde que conocí
a Clara. Ahora duermo ligero porque me gusta despertar y mirarla en silencio antes
de que despierte. Me pasaría días enteros viéndola, pero ella despierta y
entonces hay que levantarse y desayunar. Y la miro beber su tazón de leche matinal
y comer una tostada de pan reblandecido y siento una ternura que hace que se me
salten las lágrimas.
A veces, en mi despacho, me
conecto desde el ordenador a las cámaras de seguridad instaladas en el piso, solo por verla. Y nunca
me defrauda, no sabe que la miro, pero me entretengo viéndola caminar por el
pasillo con su gracia habitual o echarse perezosa en el sofá observando la luz
que entra por la ventana. En esos momentos sus ojos color miel parecen destilar
promesas de mil dichas.
Antes de conocer a Clara comía y
cenaba en cualquier sitio, en un restaurante que me pillase de camino o picaba alguna
cosa en una cafetería, por la pereza de no ponerme a cocinar. Pero ahora busco
no tener compromisos de comidas con clientes aunque no siempre pueda evitarlos,
pero lo que radicalmente rechazo son compromisos para cenar.
Llego a casa, contento y feliz
porque sé que ella me espera. Después del beso de bienvenida me pongo un
chándal, un delantal y cocino para ella las cosas más imaginativas mientras
escuchamos a Mozart, a Bach, a Liszt, porque a los dos nos gusta la música de
piano.
Acostumbramos a cenar en la
cocina, sin prisas, mirándonos mientras comemos, buscándonos con los ojos y a
veces a mitad del ágape no puedo evitar levantarme y acariciarla con todo el cariño, toda la ternura que nunca le
había dado a nadie.
No cambiaría por nada las veladas
nocturnas, la tengo abrazada mientras fingimos ver la televisión. Pero estoy
seguro de que si alguien nos preguntase no sabríamos decir que cadena ni que
programa tuvimos sintonizado, porque lo importante somos ella y yo. El resto no
es importante ni añade nada a nuestra felicidad.
Cuando ya en la cama, como era mi
costumbre, me dispongo a leer el libro que ese dia tenga en la mesita, ella
retozona se arrima a mi y termino por dejar de lado la lectura y dedicarme a
acariciarla suavemente hasta que se duerme apoyada en mi hombro. En esos
momentos pienso en lo estéril de mi vida anterior, en las aventuras esporádicas
que nunca duraban más de un fin de semana y me dejaban el gusto amargo de lo
fútil. Y no puedo evitar que lágrimas de felicidad mojen nuestros rostros
mientras descansamos.
Y qué decir de los días de
vacaciones, en la costa porque nos gusta el sol y el agua del mar. Nos bañamos siempre
juntos y después nos revolcamos en la arena y nos tumbamos a tomar el sol.
Ella, curiosa, observa a los bañistas mientras yo leo o escucho música. Pero
siempre acabamos acariciándonos. Bueno, pero son caricias castas y que no
escandalizarían a la más inocente de las criaturas que nos pudieran observar.
Son caricias tiernas, caricias de seres que
son felices. Y cuando volvemos a nuestra casa, nos sentamos en el sofá y
recuperamos nuestras veladas de televisión, siempre juntos, abrazados y
contentos de estar uno en compañía del otro. Diréis que puede resultar
rutinario y hasta aburrido, pero nunca en mi vida fui tan feliz.
Si, ya sé que hay gente que nos
critica, que piensan que la relación que mantengo con mi perra pequinesa no es
sana. Pero que sabrán ellos.
Mi querida Clara.
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