Nació una noche de luna llena. De su padre heredó el apellido de Casto y de su madre el de Caballero. En honor de un tío abuelo, solterón con muchas fincas de cereal que le dejaban sus buenos duros todos los años y de una docena de pisos en la capital bien alquilados, que su padre confiaba heredar, le pusieron de nombre León.
Sus padres, llenos de la pasión que solo se puede sentir por un hijo único, le decían que con ese nombre y apellidos tenía que hacer algo grande en su vida. Algo más grande que administrar los dineros que le dejarían las fincas del tío abuelo León, algo más grande que la profesión de Notario de su padre. Y León lo creía a pies juntillas.
No quiso estudiar Derecho y se decantó por la Física Teórica, pensando en ser un Einstein que descubriera emocionantes leyes de las que rigen la vida del Universo y sacó adelante la carrera con un expediente que si bien no era brillante, tampoco registró ningún suspenso, algo que tiene un mérito importante en tan difíciles saberes.
Una vez terminó la carrera y cuando estaba preparando la tesis doctoral, cayó León enfermo de una neumonía y los médicos le dijeron que tendría que tomarse un tiempo de reposo para reponer sus fuerzas antes de retomar la tesis.
No sabía León que hacer con tanto tiempo libre y un día se le ocurrió coger un libro de la biblioteca de su padre. Escogió uno al azar y al mirar el lomo, el título le sonó vagamente:
CIEN AÑOS DE SOLEDAD de Gabriel García Márquez.
León nunca había leído ningún libro que no fuese relacionado con sus estudios y empezó este sin mucha ilusión, pero ya en la primera página quedó enganchado en aquel mundo mágico de Macondo:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
Y no pudo dejar de leer hasta la última página de la novela.
Aquella novela cambió su vida y su vocación. Ya no quería descubrir sesudas leyes físicas, ahora prefería crear nuevos mundos, mundos como Macondo, repletos de situaciones mágicas, de personajes excesivos, de paisajes ignorados. A León, domar las leyes físicas del universo ahora le parecía un trabajo rutinario, sin imaginación, un trabajo digno de un Notario o de un Abogado del Estado. Pero el estaba dispuesto a inventar nuevos mundos, no, mejor nuevos universos que nadie hubiera imaginado anteriormente.
Cuando les dijo a sus padres que abandonada la tesis doctoral porque iba a ser un gran escritor su madre, doña Almudena, no pudo reprimir una lágrima, nadie supo nunca si de orgullo o de tristeza y su padre, don Olegario, pretextó que tenía un trabajo urgente esperándolo en el despacho y se marchó sin decir ni palabra. Pero no pusieron ninguna objeción a la decisión de León, porque estaban seguros que cualquier actividad que emprendiese lo iba a llevar directamente a triunfar en la vida.
Quien no entendió la decisión de León fue su novia Leticia Lucía, que le dijo que los poetas eran todos unos muertos de hambre y que no estaba dispuesta a compartir miserias, así que debía escoger entre las novelas y ella. Leticia Lucía nunca entendió bien la diferencia entre un poeta y un novelista y se quedó compuesta y sin novio.
León, que era disciplinado como todos los estudiantes de ciencias, no se tomó a la ligera su nueva vocación y contrató a un profesor de literatura para que le enseñase las técnicas de escritura creativa más necesarias. Durante seis meses dedicó los días al aprendizaje y parte de las noches a leer a los escritores que le recomendaba el profesor.
Después de las navidades, en la que sus padres le regalaron una pluma Mont Blanc Starwalker y un portátil Apple de última generación y su tío abuelo una preciosa buhardilla estudio repleta de todo tipo de obras que había comprado por metros para llenar los estantes de la librería, para que tuviera un ambiente amable donde desarrollar su vocación.
Y el día siete de Enero se levantó a las siete de la mañana, se despidió de su madre con un beso en la frente y tomó posesión de sus nuevas propiedades.
Su primer proyecto era una novela para la que ya tenía título escogido: La pasión de los muertos.
Solo tenía el título, pero estaba seguro que una vez delante del teclado del ordenador, el relato iría fluyendo como fluyen las cosas importantes de la vida, despacio pero sin pausa.
Y se sentó en la ergonómica silla que había comprado para resistir las largas horas de creación sin que se resintiese su espalda. Encendió del ordenador, abrió el procesador de texto y escribió la linea del título, en grandes caracteres. Escogió su tipo de letra preferido, Times New Roman y un tamaño de 32 pt:
La pasión de los muertos
Y aún escribió más, en el mismo tipo de letra y tamaño 16 pt.:
Capítulo primero.
Comenzó a teclear sin darse ni un segundo de respiro:
Aquel lunes amanecía nublado y triste.
Y se quedó meditando como continuar la novela. Y meditó y meditó y continuó pensando.
A las dos de la tarde bajó a comer al restaurante que quedaba justo al lado del portal y durante toda la tarde siguió pensando y meditando hasta las ocho de la tarde, momento en el que apagó el ordenador y regresó a casa.
Cuando se sentó en el sofá del salón patriarcal, sus padres lo miraron con expectación esperando que les diese alguna primicia de la narración. Y supo que tendría que decirles algo, eran sus padres y merecían que les informase:
- Va bien. Estoy escribiendo el primer capítulo .
Día tras día, sin perdonar domingos ni festivos, llegaba puntualmente a su estudio a las ocho de la mañana, se sentaba en su silla ergonómica, encendía el ordenador portátil, abría el archivo de la futura novela y se quedaba pensando, meditando, hasta las dos de la tarde. Una hora para comer siempre en el restaurante que había al lado del portal, para no perder tiempo y continuaba de cuatro a ocho. Cuando sonaba la alarma del reloj que tenía activada para esa hora, cerraba ordenadamente el portátil Apple de 3.000 euros y se marchaba a casa.
Después del primer día, les hacía un comentario a sus padres al sentarse a cenar, siempre el mismo:
- Va avanzando.
Y no les mentía a sus padres, porque cada día un torrente de ideas sobre el desarrollo de la novela le llenaban la cabeza con tal intensidad que terminaba agotado, sin fuerzas y caía en la cama casi sin tiempo para decir sus oraciones nocturnas, por lo que alguna noche despertó sobresaltado por la omisión y el alba lo encontró arrodillado en la cama y corrigiendo la omisión.
Así continuó día tras día hasta la llegada del verano. Todos los años marchaba con sus padres a la casa que tenían en la sierra para combatir la canícula, pero aquel año León se quedó en su estudio, trabajando en la novela.
Cuando sus padres le llamaban por teléfono a la hora de la cena les decía, imperturbable:
- Va avanzando.
El calendario siguió avanzando, indiferente a los esfuerzos de León. Y pasaron Julio, Agosto, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre.
El 24 del mes postrero del año, excepcionalmente no llegó a su estudio hasta las once de la mañana. Por primera vez se había dormido. Pasó la noche pensando en su novela y cuando sonó el despertador no hizo caso a su llamada.
Encendió el ordenador, contempló la primera página de su novela, la imprimió y simbólicamente procedió a romperla y arrojarla a la papelera. Pasó el resto del día contemplando la ciudad desde la ventana del estudio.
Aquella noche, durante la cena, en vez de la frase acostumbrada, les dijo a sus padres que su proyecto de novela era demasiado avanzado para que lo pudieran comprender los lectores de este siglo y que en Enero retomaría su tesis doctoral.
Con los años, León llegó a ocupar una cátedra en la Facultad de Física y aunque no hizo ningún descubrimiento que cambiara la concepción del Universo, su trabajo siempre fue honesto, serio y tenido en consideración por la comunidad científica.
Cuando daba como catedrático, alguna de sus clases magistrales, no podía evitar que lo ganase la nostalgia y incluyera en mitad de la clase su frase mágica, que justificaba su más íntimo fracaso:
- Cuando era joven, en mi época de escritor…
Si algún alumno, queriendo hacer méritos, se interesaba por lo que había escrito, León cambiaba de conversación y seguía con la lección de Física, sin inmutarse ni por un segundo.
En Oviedo, a 1 de Noviembre de 2023.
3 Comentarios
Al menos lo intentó, pero no era lo suyo. Quizá tendría que haber empezado por algo menos ambicioso. No sé... un blog, por ejemplo.
ResponderEliminarPues claro. Yo, aunque no soy catedrático de Física, estoy feliz con mi blog. Como siempre, muchas gracias por tus comentarios. Sigue leyéndome.
EliminarPues sí, León fue un auténtico cuentista, al menos en su etapa de "escritor". Leer "Cien años de soledad" en el momento que sea de tu vida, es todo un descubrimiento. Un relato muy bien estructurado, de lectura agradable y atractiva. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarTe invito a comentar en mi blog https://marcosplanet.blog el relato que más te apetezca leer.
Gracias de antemano.
Saludos.
Agradeceré tus comentarios aquí