El día que me jubilé, no pude evitar la sensación de estar amortizado. Cuando me levantaba por la mañana, deambulaba por mi casa sin saber que hacer, hasta que mi mujer, discretamente, con cariño, me sugería que saliera a dar un paseo. Decía que era bueno para la salud, pero yo estaba convencido de que estorbaba en todos los rincones.
Intenté hacerme cargo de parte de las labores de la casa, pero nunca lo había hecho y a los 67 años resultaba difícil cambiar de hábitos. Probablemente hacía mal las labores de limpieza o de cocina, porque a veces la sentía rezongar “vale más hacerlo que mandarlo” cuando pensaba que no la oía. Así que el día que me descubrió planchando unos calcetines no me dijo nada, pero me compró unas zapatillas de senderismo y una gorra deportiva.
Y empecé a salir a caminar. Yo, que había pasado cuarenta años sentado detrás de un ordenador en una oscura oficina de una empresa constructora, me convertí en un corre-caminos que exploraba cada calle, cada sendero, cada parque, parapetado detrás de un aparato de radio con auriculares y unas gafas de sol que ponía incluso en los días en que llovía, cosa que en mi ciudad del Norte sucedía con más frecuencia de la que nadie deseaba. Y así cambié una rutina por otra, a las nueve de la mañana desayunaba con mi mujer y acto seguido salía a pasear mientras Adela ejercía su poder omnímodo sobre todos aquellas máquinas domésticas que yo era incapaz de entender ni controlar. Después, al mediodía, cuando terminábamos nuestras tareas, salíamos a tomar un aperitivo antes de comer. La vida se convirtió en una agradable repetición de costumbres, que después de cuarenta años de matrimonio, era para nosotros el verdadero sustituto de la pasión.
Pasaron los meses y los años hasta que un día al despertar Adela me sorprendió con una pequeña tarta de café, que era mi favorita adornada con dos velas que señalaban un siete y un dos. Evidentemente no cumplía 27, así que tuve que reconocer que ya era un viejo de 72 años.
- Felicidades, cariño.
- Gracias - No supe decir otra cosa, pero no me hacía ninguna gracia ser un viejo de setenta y dos años.
Y año tras año empezó a repetirse este ritual que cada vez me irritaba más, cada vez me hacía enfrentarme a la nueva losa de un año que parecía caer sobre mi espalda nada más meter la primera cucharada de la tarta de café. Y progresivamente empecé a odiar la tarta de café y también a Adela, que me miraba con su cara siempre amable, su sonrisa de anuncio de compresas y un paquete que contenía mi regalo, un pack de calcetines, siempre verdes y con un dibujo de de rombos marrones. Nunca supe donde los compraba o si los tejía ella misma.
Cuando llegó mi ochenta cumpleaños, no le dí las gracias por la tarta, como era costumbre. La miré a los ojos y por primera vez interpreté claramente aquella sonrisa perenne. Era una sonrisa de burla, de burla por mis arrugas, mi pelo cada día más blanco y escaso y las bolsas cada vez más grandes debajo de mis ojos cada vez más muertos.
Me miró, desconcertada de que no le diera las gracias ni me pusiera a comer inmediatamente mi tarta de café.
Durante un minuto nos miramos fijamente, nos miramos como dos personas que llevan casi medio siglo mirándose y a fuerza de mirarse, hace años que ni siquiera se ven.
- Adela…
Finalmente desvié la vista.
Me sonrió y me dedicó una sonrisa ganadora.Se consideraba ganadora del duelo.
- Que te folle un pez espada, Adela.
Quedó tan pálida que creí que se iba a desmayar.
Saqué del armario la maleta que había preparado la noche anterior.
Me vestí y ahora si comí la tarta, hasta el último bocado.
Adela no decía nada, solo me miraba.
Cuando llegué al portal, no tuve duda del rumbo que iba a tomar.
Me fui hacia el fin del mundo… pero con billete solo de ida.
4 Comentarios
Es desgarrador este relato por todo lo que conlleva. Ese final no me lo esperaba. Muy bueno para todos los que entendemos de lo que se trata.
ResponderEliminarMuchos saludos 🙂
Es duro hacerse mayor
EliminarAl menos se jubiló. Conseguirlo, según cómo, es resucitar. El trabajo y en lo que te convierte es lo que mata. Y lo hace con mucha lentitud. A veces tarda toda una vida en acabar contigo.
ResponderEliminarGracias por tus comentarios, te echaba de menos. Nada mata más que la vida, lo importante es que te mate bien
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí