Era un domingo de primavera a finales de los años sesenta. Había cumplido diecisiete años y estrenaba el regalo de la celebración, una chaqueta de sport, con solapas de las que se llevaban aquella temporada. Y era nueva, no heredada de algún primo o de mi padre.
Puede parecer algo trivial el estreno de una prenda de ropa, pero estamos hablando de los años sesenta. Las familias todavía tenían muy presente el hambre y las necesidades de las décadas anteriores, no se desperdiciaba nada, porque en los hogares de los trabajadores, que éramos la mayoría, no había aún casi nada que desperdiciar.
Otra costumbre de la mayoría de las familias era educar a los hijos en los preceptos de la Iglesia Católica y los domingos era conveniente ir a misa, que no se sabía lo que podían murmurar los vecinos si notaban que en una casa no se asistía con frecuencia a la iglesia, o al lo menos los domingos y fiestas de guardar.
La generación más joven éramos menos piadosos o teníamos menos miedo al “que dirán” que nuestros padres, pero en aquellos tiempos la costumbre de obedecer a los mayores estaba todavía muy arraigada, así que en cuanto te vestías con pantalones largos buscabas la forma de saltar la imposición canónica. Y todos los domingos a la hora de comer, cuando estabas a mitad de la sopa, tu madre que velaba por la eterna salvación de tu alma, te preguntaba con la seriedad que saben usar las madres cuando se creen que tienen razón:
- ¿Fuiste a misa?
- Sí, mamá
- ¿Y qué evangelio tocaba?
Esta era la pregunta trampa, si no lo sabías estabas pringado y a lo mejor igual te quedabas sin permiso para salir con los amigos.
Claro, todo problema complejo tiene una solución sencilla y en algunos casos útil. Nuestra solución era ir a misa hasta que leían el evangelio y si no había ningún conocido que pudiera chivarse, salir sin llamar mucho la atención. Algunas veces te encontrabas a algún vecino y para no llamar la atención tenías que aguantar todo el rollo del cura.
Aquel domingo que estrenaba chaqueta, habíamos quedado un grupo de amigos y amigas para pasear por la tarde y lo bueno es que en el grupo estaba Fini, que era mi amor de aquella primavera. Amor platónico, todo hay que decirlo, porque ella no me hacía mucho caso, pero como decíamos ya en aquellas fechas “siempre vive de ilusiones el tonto de los cojones”.
El caso es que por nada quería estropear el plan, confiaba en que mi chaqueta nueva la impresionaría y decidí tragarme el rollo del cura completo y por supuesto fijarme bien de qué iba el evangelio.
Así que me senté en el primer banco de la iglesia para que si había algún conocido me viese y con resignación me dediqué a escuchar las distintas partes de la misa. Se habían sentado a mi lado un chaval que sería dos o tres años mayor que yo y una mujeruca de esas que tienen aspecto de beatas: vestido negro de viuda, mantilla, misal y rosario.
En cuanto reconocí de que iba el evangelio de aquel domingo dejé de prestar tanta atención a la marcha de la misa y me interesé por las personas que había a mi alrededor.
Fue entonces cuando me fijé en el chico que estaba a mi lado. Aunque físicamente tenía un aspecto corriente, me di cuenta por sus gestos y la forma en que intentaba rezar en voz alta sin que se le entendiese lo que hablaba de que tenía un retraso bastante profundo. Pensé que la mujeruca debía ser su madre, o tal vez su abuela. Sentí pena por el pobre chaval, porque entonces yo era bastante sensible y estaba pensando en esto cuando vi algo que me hizo sentir mal. El chaval estaba resfriado, le colgaba una vela de mocos de la nariz y ni corto ni perezoso se la limpió con la mano, dejándola impregnada de flema. Me subió una arcada por la garganta que a duras penas pude contener.
En aquel momento el cura, encarándose con la feligresía dijo aquello de “Daos la paz” y percibí por el rabillo del ojo que el chaval extendía la mano pringada hacia mi. No pude, fui incapaz de aceptar la paz que me ofrecía porque era una paz pringada de aquella flema amarillenta. Miré al frente haciéndome el desentendido y entonces la mujer que sería su madre o abuela, vio la escena y ella le tendió la mano y me miró. Pero no fue una mirada de reproche, fue una mirada de lástima. Me miraba y sentía lástima por mí.
Muchas veces pensé en aquella mirada de la mujer, aquella mirada de lástima por mi cobardía, por mi falta de empatía y pasé más de una noche dando vueltas en la cama y pensando en su mirada y en lo que haría si la situación se me presentara ahora. Quería decirme que reaccionaría de otra manera, que le daría la mano y que la mujer me sonreiría con agradecimiento, pero en el fondo sospechaba que volvería a reaccionar igual que aquel domingo en la iglesia de los Carmelitas.
Poco tiempo más tarde dejé de ir a misa, como casi toda la gente de mi generación, me hice un hombre, empecé a trabajar, conocí a una chica y con el tiempo nos casamos, tuvimos hijos y la vida discurrió con alegrías, más bien las justas, y decepciones, mayormente muchas.
Pero cada vez que alguna decepción, algún fracaso o alguna tristeza aterrizaban en mi rutinaria vida, no podía evitar pensar que aquella mala obra de mi juventud, aquella cobardía con una persona que me pedía únicamente un poco de empatía, me pasaban factura.
Con el paso de los años, y cuando ya la vejez me libera de tener que justificar mis muchos errores, algunos bastante más graves que aquel incidente en la iglesia, pienso que no eran remordimientos lo que me llevaba a acordarme de aquella mala obra mía. Más bien era un escudo, una forma fácil de justificar fracasos, de decirme que no eran culpa mía, sino que estaba pagando una deuda antigua que nunca se saldaba del todo.
Sí, a las puertas del final, racionalizo esta culpa que me persiguió toda mi vida y que ahora creo ser capaz de perdonarme.
Y, sin embargo, cuando salgo cada quincena de la sesión de quimioterapia, no puedo evitar pensar que aquel error de juventud algo tiene que ver en el final que me espera.
Entonces deseo que sea justo lo que me pasa.
2 Comentarios
Yo creo, precisamente, que es una buena razón para dejar de creer.:)
ResponderEliminarEn nuestra última conversación, te dije que era capaz de superar mi mala leche, jejeje
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí