Cuando
dejó de vomitar en la acera, empezó a cagarse. Si lo primero había arruinado
sin remedio su jersey de cachemir y su camisa Emidio Tucci gris claro, lo
segundo dejó listos para depositar en la basura sus bóxer Intimissimi y sus
pantalones Dockers de color beige que había estrenado aquella misma tarde.
Pero
ahora lo importante era volver a casa. Estaba lloviendo y eso contribuiría a
diluir la suciedad y el mal olor que despedía. A cambio lo estaba dejando
completamente empapado y muerto de frío. Intentó ponerse de pié pero no
consiguió mantener la verticalidad y volvió a vomitar. Vomitaba de forma
intermitente y sucesiva Glenfiddich de 18 años con hielo y Gin tonic elaborados
con ginebra Tanqueray núm 10 y tónica Fever-Tree. Esta
tónica la tomaba desde que el año pasado se enteró que la recomendaba Ferrán
Adriá. Las deposiciones emanaban un fuerte olor a alcohol como era debido un
viernes por la noche. Buscó torpemente el móvil y se alegró de comprobar que
nadie se lo había robado. Marcó el número 4 que tenía memorizado para Fernando,
el taxista con el que concertaba la vuelta a casa los fines de semana. Todos
los viernes antes de salir de casa activaba la opción de compartir con él la
ubicación porque muchas noches era incapaz de saber dónde se encontraba. Le
salía caro el taxista, mil euros al mes por un viaje a la semana. Pero era de
confianza, lo llevaba a casa, no hacía preguntas, lo subía hasta el ático y lo
dejaba echado en la cama. A veces, cuando estaba tan sucio como hoy, lo
desvestía y lo duchaba antes de meterlo en la cama y taparlo con una manta.
Mientras llegaba
el taxi, intentó buscarse por los bolsos una papelina de coca para animarse un
poco, pero no la encontró. Había salido con cuatro de casa y parecía que las
había usado todas. Le gustaría saber que hora era, pero no se sentía con ánimos
para comprobar si aún tenía el reloj.
En el viaje
hasta casa, tirado en la parte trasera del taxi encima de una funda de plástico
que Fernando tenía prevista para estas ocasiones que no resultaban ni mucho
menos extrañas a su trabajo, trató de recordar cómo había sido la noche.
Habían salido a
cenar los amigos de siempre, dos ingenieros telecos que llevaban el control de
seguridad de una importante empresa de comunicaciones, un comercial de alto
standing con importantes contactos entre los traficantes de armas y un abogado
que trabajaba en un importante bufete que no tenía problemas deontológicos ni
de conciencia para facilitar a sus clientes la forma de saltarse la legalidad,
todas las legalidades siempre que esto les permitiese ganar buen dinero.
Habían cenado en
Luigi, un restaurante que todos elogiaban esta temporada y que tenía en la
trastienda a un químico que convertía las botellas de vino de 4 euros del supermercado
en excelentes caldos que facturaba a 80 euros la botella a una clientela que no
dejaba de elogiar el enorme talento del sommelier. Y desde luego en esto no
dejaban de tener razón.
Recordaba que
después de Luigi habían estado en La Vicaría, bar de copas de acceso
restringido donde además de las copas, se podían meter con tranquilidad una
raya de coca, porque todos los usuarios lo hacían sin ningún pudor ni recato.
Dos rayas y cuatro wiskys más, decidieron o no, porque ninguno entendía ya lo
que hablaban los demás ir a la Gestoría, otro bar donde podías comprar las
copas, la coca, las modelos esculturales rubias, mulatas o de cualquier
variedad de la que te encaprichases y sin salir del local, en los reservados
distribuidos al fondo del pasillo, podías hacer lo que quisieras, siempre que
pagases. Y el precio era alto.
A partir de ahí
solo conseguía recordar a una rubia que lloraba con el rimmel resbalando por
sus mejillas y tiñéndolas de negro, mientras sangraba abundantemente por la
boca. Y los amigos que marchaban precipitadamente por algún motivo que no
entendía y él salía, no, lo sacaban dos guardaespaldas y a partir de ahí no
recordaba nada hasta que un vómito lo despertó en la calle, mientras llovía
cada vez más fuerte. Se palpó el bolsillo posterior del pantalón y sintió el
roce tranquilizador de la cartera, si tenía la cartera con su documentación
nadie le podría acusar de nada y lo de aquella rubia seguro que no pasó de unos
cuantos golpes y puede que unos tocamientos más o menos bruscos. Estaba muy
colocado para haberla violado, ni siquiera para intentarlo.
El sábado lo
pasó en la cama todo el día. Solo se arrastró como pudo al váter y después a la
cocina a coger una botella grande de zumo de naranja. Sabía que tenía que
recuperar líquidos y descansar para el día siguientes. Por la noche pensó que
se estaba haciendo mayor porque había tenido un fin de semana muy tranquilo.
Los domingos
acompañaba a su padre y su madre a la misa de 12 a la catedral, vestido de
traje y corbata y ya despejado después de meterse una raya entre pecho y
espalda. A la salida de misa tomaban el aperitivo y siempre pedía alguna bebida
que no llevase alcohol. Su padre lo miraba con orgullo y su madre con amor.
Después comía con ellos en el chalet donde vivían y en algunas ocasiones la
madre invitaba a alguna amiga con hija casadera a tomar el té. Les sonreía, era
amable con ellas y no se comprometía. Esperaba a encontrar alguna heredera que
le solucionase el porvenir, no le apetecía pasar el resto de su vida
trabajando.
Pertenecía a una
familia del más rancio abolengo. El padre era magistrado de la Audiencia y la
madre sobrina de un ministro de la dictadura y el dedicaba los domingos a
rendir culto a las tradiciones familiares. Después de la merienda daba un cariñoso
beso en la frente a su madre y un abrazo reverencial a su padre y se despedía
hasta la próxima semana. Nada más llegar a su casa aspiraba el contenido de una
papelina, se tomaba un wisky doble y se metía en la cama con la vecina de
enfrente, que por cien euros era capaz de hacerle ver las estrellas durante
media hora.
El lunes
empezaba nuevamente la guerra. Llegaba al despacho a las ocho de la mañana, le
pedía a la secretaria un café bien cargado y que no le pasase llamadas ni le
molestase durante media hora, que tenía que repasar la agenda de la semana.
Tomaba el café y
dos rayas de coca. Al rato abría la puerta del despacho, ya dispuesto a comerse
el mundo. Pero en vez de comerlo, lo aspiraba por la nariz.
2 Comentarios
La gente engaña mucho, sobre todo a si misma
ResponderEliminarGeneralmente somos nuestro peor enemigo
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí