Una historia de amor...propio
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-I-
No nació prematura, sino que
puntualmente vino al mundo el día que el ginecólogo había calculado. La madre,
una mujerona grande, de mandíbula cuadrada y algunos pelos en la barbilla
preguntó cuánto había pesado.
- - Dos
kilos seiscientos gramos – le dijo la enfermera.
Después preguntó cuánto
había medido.
-
- Cuarenta y cuatro centímetros.
Se quedó mirando a la
criatura y dijo sin ningún rastro de cariño en la voz:
-
Porque la parí yo, que si no hubiera jurado
que no era hija mía – y se tocó la entrepierna, extrañada de que algo tan
pequeño le hubiera producido tantas molestias.
El padre, un camionero de
los de antes, fuerte, con barriga prominente y un eterno puro en la boca, había
empezado a celebrar el nacimiento de su primer hijo dos días antes con una
comida en la que participaron sus mejores amigos, dos camioneros como él y el
dueño del taller donde arreglaba el vehículo.
Cuando al cabo de dos días,
en el bar de la esquina de su casa de donde no se habían movido durante la
celebración, le avisaron que había sido padre, se levantó como pudo, se pegó
una ducha de agua fría y bajó de nuevo al bar a tomar medio litro de café solo
y un bocadillo de butifarra para asentar el estómago.
Cuando llegó al hospital
estaba casi sereno y era capaz de caminar sin caerse, lo que superaba las
expectativas que su mujer se había hecho sobre si llegaría andando o a gatas.
-
A ver ¿Dónde está mi hijo? – La habitación
quedó impregnada de un desagradable olor a alcohol.
- - Ahí
– le dijo la mujer señalando a la cuna. Y es una hija, no un hijo.
Se quedó un poco confuso,
había estado seguro de que tenía que ser un niño. Se acercó a la cuna y miró
aquel pequeño bulto envuelto en un pañal que a todas luces le quedaba grande.
-
Esta rana no es mi hijo, no puede ser mi
hijo.
- - Pues lo es y tendrás que conformarte,
borracho – le dijo la mujer ya un poco histérica.
- - Seguro que me pusiste los cuernos con otro,
puta.
- - Bastante asco me da el acostarme contigo,
como para buscar a otro que sería tan guarro o más que tú.
Se la quedó mirando y pensó
que era un argumento irrebatible. La mujer era fea y además poco femenina y
desagradable. No tendría fácil el haber buscado otro hombre que se metiera con
ella en la cama. Y además a ella no le gustaban esas cosas.
La había conocido en la
gasolinera donde repostaba y dejaba el camión aparcado cuando no estaba de
viaje. La vio varias veces atendiendo el servicio sin prestarle mucha atención,
hasta que un día que salía del bar de la estación de servicio ya de madrugada y
con muchas copas encima se dedicó a hacerle la corte. No recordaba muy bien lo
que pasó aquella y otras noches, pero cuando quedó embarazada le dijo a su
padre que Aquiles, que así se llamaba el susodicho, la había seducido, que
nunca había tenido relaciones con ningún otro y que estaba preñada.
El padre, que había perdido
la esperanza de poderla casar, llamó a sus tres hijos, los tres grandes y
fuertes como él y con fama de violentos y peligrosos y fueron a hablar con
Aquiles. Éste, que todo lo que tenía de grande también lo tenía de cobarde, se
casó al mes siguiente con la moza, de nombre Exuperancia.
Desde entonces pocas veces
había yacido con ella, solo cuando la convencía para que tomara unas copas de
Quina Santa Catalina, que era un vino dulce con grandes virtudes
reconstituyentes. A partir de la tercera o cuarta copa la resistencia de
Exuperancia decaía y acababa dejándole hacer a condición de que terminase
pronto. En alguna ocasión se durmió mientras Aquiles se ejercitaba y aún en
otra se durmieron los dos porque él para incitarla a beber tomaba anís de
guindas como si de agua se tratara.
Total, que Aquiles salió
llorando del hospital y siguió bebiendo ahora ya no para celebrar sino para
consolarse de haber tenido una hija tan raquítica. A la mañana siguiente, el
dueño del bar más por quitarlo de en medio que por otra cosa, le recordó que
como padre tenía que ir a darla de alta al Registro Civil. Cuando llegó le
mandaron cubrir los documentos correspondientes, lo que hizo que además de
estar borracho se pusiera nervioso porque no entendía mucho de papeleos ni casi
de escribir. La mujer le había ordenado que le pusiera a la criatura su mismo
nombre, pero él que no paraba de dar vueltas en la cabeza a lo raquítica que
era, cuando le preguntaron que nombre iba a ponerle se quedó un poco
desconcertado y entre vapores alcohólicos dijo lo primero que se le vino a la cabeza:
- - Menudencia, queremos llamarla Menudencia.
El funcionario del Registro
lo miró extrañado, pero a él no le pagaban por discutir con borrachos, así que
la asentó con ese nombre, le cobró los derechos y se olvidó de la injusticia
que acababan de cometer con aquel pequeño ser recién nacido y ya con tan malos
augurios pesando sobre su vida.
A la que no sentó nada bien
la broma fue a Exuperancia. Cuando Aquiles le contó la historia ella le tiró a
la cabeza lo primero que tuvo a mano, que casualmente era un biberón recién
calentado y le alcanzó en un ojo, que se le quedó empedrado de pequeños trozos
de cristal. Por suerte, después de dos semanas de hospital y una delicada
operación no perdió la vista y por miedo al padre y los hermanos de Exuperancia
no la denunció por agresión, aunque desde entonces no la volvió a requerir de
amores, con gran alegría de ella que a partir de aquel día pudo tomar los vinos
quinados sin necesidad de abrirse de piernas.
Para bautizar a la criatura
tuvieron que ponerle algún nombre cristiano y en un alarde de imaginación la
llamaron María Menudencia. Y aunque siempre trataron que la familia y vecinos
la llamaran María, el nombre de Menudencia tuvo más éxito y prosperó, porque la
niña siempre fue pequeña y delgada, una menudencia. En contraste, parecía una
muñeca de porcelana con una piel tersa, lisa y brillante, unos ojos azules y
redondos y un cuerpo pequeño pero bien proporcionado. Hacía un curioso
contraste con sus padres, grandes, bastos y feos a conciencia. Con los años
creció, pero más bien escasamente y a los quince años medía un metro y treinta
y ocho centímetros y pesaba treinta y cinco kilos. Y ya no creció más.
No recibía mucho cariño de
sus padres. Aquiles seguía bebiendo en exceso hasta que un día se cayó con el
camión por un barranco. Un abogado listo demostró que el peligro estaba mal
señalizado y obtuvo una fuerte indemnización para la familia. Exuperancia se
encargó de mal administrarla y en pocos años acabó volviendo a trabajar en la
gasolinera, cada día más fea, cada vez más gorda y cada noche más aficionada a
los vinos quinados.
De su abuelo y sus tíos
tampoco recibía muestras de afecto. Ellos solo admiraban la fuerza, la
brutalidad y no sabían cómo comportarse con la niña, tan dulce y delicada.
Tenía miedo romperla si la abrazaban.
Aquiles tendría padre y
madre como todo el mundo, pero no los conoció. Se crió en un centro de acogida
y con su mal carácter y su aspecto de bruto nunca inspiró suficiente ternura a
nadie para que tuvieran la tentación de adoptarle.
Podría pensarse que
Menudencia había tenido una infancia desgraciada, pero no fue así. Desde
pequeña supo que su escasa talla y su aspecto de muñeca eran una ventaja en
aquella familia de gente grande y bruta. Nunca supieron como tratarla ni se
atrevieron a maltratarla, la veían como un jarrón chino, algo valioso pero
quebradizo y si la reñían o le gritaban se les quedaba mirando con una cara de
pena que les encogía el corazón, así que terminaron obedeciendo a la niña sin
darse cuenta, por miedo a romperla.
Ella ejercía una dictadura
amable y poco invasiva, solo los molestaba para pedirles dinero si quería
comprarse algo, prefería dinero en efectivo a un regalo porque no se fiaba y
con razón, del buen gusto de su familia. Un día, ojeando un viejo álbum de
fotos, vio el retrato de una tía bisabuela que se llamaba Rita y era igual de
pequeña, guapa y con el mismo aspecto de mandona que ella. Aquel día se sintió
integrada en aquella familia y espantada, decidió aprovechar la primera
oportunidad para marcharse.
Si en casa había tomado el
mando, también en el colegio había creado un grupo que casi sin darse cuenta
obedecía sus órdenes. Las dominaba con su ingenio y su risa cantarina que era
como el canto de las sirenas, capaz de torcer las voluntades más fuertes. Un
día convenció al grupo de ir a visitar una exposición de pintura que había
armado bastante revuelo en la ciudad, por tratarse de un conocido pintor de
pervertidas tendencias sexuales, que
hacía unos retratos de grupo con escenas de sexo muy explícitas. Pasó
confundida entre las demás, para evitar que el portero pudiera pararla a la
entrada y cuando estaban viendo los cuadros con el natural regocijo de las
adolescentes, observó que un hombre alto, de pelo y barba grises, la observaba
sin quitarle ojo. Había visto esa cara en el cartel que anunciaba la
exposición, era el pintor.
Se encaminó decidida hacia
él y le preguntó:
- - Señor
¿le gustaría pintarme desnuda?
-II-
El pintor se llamaba Darío
Largo y la miró fascinado. Era conocido por sus peculiares gustos sexuales pero
lo que menos gente sabía es que era un obseso coleccionista de miniaturas, de
todo tipo de miniaturas. Y aquella niña que tenía enfrente colmaba sus sueños
más alucinados. Hacer el amor con ella debía ser como tener sexo con una muñeca
de porcelana y además sería su mejor pieza de la colección de miniaturas. Desde
aquel día vivieron juntos, Menudencia no volvió por su casa y tampoco la
echaron de menos. Más bien se sintieron cómodos liberados al fin de su dictatorial
amabilidad.
La carrera pictórica de
Darío Largo marchaba viento en popa, los gustos de la gente con posibles por
los demenciales cuadros de las más inverosímiles hazañas carnales le llenaban
de orgullo el corazón y de dinero la cuenta corriente. Y el cuadro preferido de
las exposiciones, el que todos admiraban pero que Dario no estaba dispuesto a
vender era un retrato de Menudencia desnuda jugando con una muñeca japonesa de
porcelana y con una hipnótica mirada de lujuria de sus ojos azules que parecían
dirigirse al espectador. Verdaderas fortunas le habían ofrecido por el cuadro,
pero siempre se había negado a venderlo.
- - Ese cuadro es el alma de Menudencia y no la
puedo despojar de ella.
Solo una cosa hacía que su
felicidad no fuera completa. Cuando hacían el amor nunca eran capaces de
besarse mientras copulaban, porque la diferencia de estatura hacía que la boca
de ella no llegara más arriba de los pezones de él. Revisaron cuidadosamente
las sesenta y cuatro artes del Kama Sutra pero no pudieron encontrar ninguna
que pudiera complacerlos en su deseo. Algunas veces buscaron un tercer
componente para su pareja, de manera que si era hombre fuera de baja estatura y
si era mujer fuera de estatura más alta tratando de engañar con este
subterfugio su incapacidad de satisfacer su deseo, pero lo único que lograban
con estos ardides era hacer más patente su impotencia para lograrlo.
Salvo este pequeño
contratiempo, su vida se desarrollaba llena de glamour, en medio de una
felicidad rosa de champagne, verde de dinero y azul orgásmico, hasta que la
incidencia más insospechada vino a turbarles la tranquilidad.
Unos abogados confesionales
denunciaron a Darío por escarnios a la religión, basando la misma en un cuadro
en el que decían se representaba a Cristo realizando unos actos sucios e
indecentes que ni siquiera se atrevían a describir. En realidad el cuadro era
un retrato de un primo de Dario que vivía en Ibiza y que tenía el pelo largo,
barba y le gustaba ir vestido, las pocas veces que se vestía, con una túnica que
le cubría hasta los pies pero le descubría la zona genital mediante un agujero
artísticamente bordado, porque alegaba que así no necesitaba levantar la túnica
cuando necesitaba orinar. Lo que más ofendía a aquellos piadosos abogados era
la cama donde reposaba el primo, que consistía en dos largos y anchos maderos
en forma de cruz. Se la había hecho fabricar a medida porque según él le
ayudaba a descansar la espalda y descomprimir la zona lumbar cuando practicaba
sus eróticos juegos preferidos. Los abogados denunciaron al pintor y alguien
colgó en las redes sociales la dirección de la casa de Darío y Menudencia.
Desde entonces todos los días tenían a un grupo de energúmenos delante de la
puerta de entrada, rezando el rosario, vestidos de nazarenos y a veces portando
copias del retrato con la palabra sacrilegio cruzando con gruesos trazos rojos
la diagonal del mismo, con lo que sin darse cuenta, lograban que el erotismo
que destilaba la obra se convirtiera en algo claramente sucio y pornográfico.
Se dolía Darío de no haber tenido él esa misma idea cuando lo pintó.
Al principio hasta les
resultó divertido y pintó varios cuadros de los energúmenos es distintas
posiciones todas eróticas y ridículas, pero con el tiempo empezó a resultarles
molesto el acoso y cuando se enteraron que la instrucción de la denuncia iba a
ser tramitada por un juez al que se le suponían relaciones estrechas con una de
esas sectas católicas que mezclaban su extremismo con sus conexiones
económicas, pensaron que mejor sería poner tierra por medio y tomarse unas
largas vacaciones.
Se fueron a Lisboa, donde
alquilaron un hermoso piso antiguo en el centro, cercano a la plaza del marqués
de Pombal. Bajaban caminando por la Avenida da Liberdade hasta la plaza del
Comercio, el castillo de San Jorge o el monasterio de los Jerónimos. Fue una
época llena de felicidad en la que hasta Menudencia olvidó la tristeza de no
poder besar a Darío mientras hacían el amor.
Muchas noches, llegaban
hasta el barrio de Alfama y cenaban en una de las tascas donde se ofrecía con
la cena un nutrido repertorio de fados. En una ocasión sacaron a cantar a la
pequeña Menudencia y asombró al público interpretando canciones de Amalia
Rodríguez con su voz de soprano y su
simpatía que cautivó a todos desde el primer momento. Cuando se sentó, el
propietario de la tasca vino a felicitarla y le ofreció la posibilidad de
cantar con la orquesta del sitio. Darío le sorprendió ofreciéndole la compra
del negocio por una jugosa cantidad que el otro no pudo ni quiso rechazar.
Cambiaron la fisonomía del
local, colgaron cuadros del pintor en las paredes hasta entonces serias y
melancólicas y Menudencia hizo sentir su dictadura benevolente y cariñosa sobre
los empleados y músicos. Los cambios tuvieron éxito sobre todo entre los
turistas que eran los principales clientes y uno de los músicos de la orquesta,
que era italiano la bautizó como la “Piccola Menudencia” y cuando pensaron en
cambiar el nombre del local, por unanimidad le pusieron este.
Con el paso de los meses la
denuncia contra el pintor había decaído y ya nadie iba por las noches a
protestar delante de la casa de Madrid, pero se encontraban felices en Lisboa y
solo hacían breves viajes a España. Desde que compraron el local de fados, con
el pretexto de atenderlo, Menudencia no le acompañaba en estos viajes y Darío
volvía rápidamente, una vez solucionados los asuntos que lo llevaban hasta la
capital del reino.
Parecía que su vida estaba
definitivamente estabilizada junto a la desembocadura del Tajo, cuando un
acontecimiento impensado vino a cambiar toda su rutina.
Una noche, soñó que estaba
sentada en una mecedora y de pronto su cuerpo empezaba a crecer y engordar y
acababa siendo igual que el de su madre. Por la mañana le dijo a Darío que
tenía que volver a España.
- - Mi madre ha muerto.
- - ¿Cómo la sabes?
Y le contó el sueño. Él
pensó que era un indicio muy pobre para llegar a esa conclusión pero no intentó
disuadirla, porque cuando tomaba una decisión nunca cambiaba de parecer.
Cogió el dinero de la
recaudación correspondiente a la noche anterior, que había sido de dos mil
ochocientos cuarenta euros, metió dos pares de bragas, un sujetador y un
vestido de verano en una pequeña maleta y se dispuso a marchar.
- - Llevas un vestido de verano y estamos en
Octubre – arguyó Darío.
- - Da igual, hace buen tiempo.
Él no le preguntó cuándo iba
a volver, porque estaba convencido de que aquel era el final de su historia de
amor. Ella, ofendida de que no le preguntase, decidió que no volvería nunca.
-
Adiós – le dijo. Abrió la puerta y antes de
cerrarla dejó las llaves a la entrada, en señal de abandono.
-III-
Viajó en tren hasta Madrid y
de allí en autocar hasta su ciudad, convencida de que cuando llegase su madre
estaría muerta y tendría que ir a visitarla al cementerio. Todavía conservaba
las llaves de la casa y entró sin molestarse en llamar al timbre. Sentada en
una mecedora en medio del salón, su madre estaba comiendo un bocadillo de
mortadela y bebiendo un refresco de los que tienen un alto contenido en azúcar.
- - ¿Estás bien? Soñé que te habías muerto – le
dijo Menudencia tranquilamente.
- - Pues ya ves que no. ¿Por donde andabas? – le
contestó la madre sin mostrar ninguna sorpresa.
- - Bah, por un sitio y por otro- No sabía qué
hacer con las flores que había comprado con la intención de ponerlas sobre su
tumba.
Y quedaron las dos frente a
frente sin saber que decirse.
- - Estás más gorda – dijo por fin Menudencia.
- - Y tu más flaca – le dijo Exuperancia.
Y volvieron a callar durante
una larga pausa.
- -Tengo alquilada tu habitación. Vivo de eso, de alquilarlas- dijo por fin Exuperancia.
Y - Y no tengo ninguna habitación vacía – remató.
- - Bueno, pues entonces me voy – le contestó
Y caminó hacia la puerta.
Antes de llegar se dio la vuelta y señaló las flores que llevaba en la mano.
- - Si las quieres te las vendo.
- - No, no me interesan – dijo la gorda, sabiendo
de sobra que las iba a tirar en la primera papelera que encontrase y podía
conseguirlas gratis.
- - Adiós
– dijo Menudencia saliendo.
- - Cierra la puerta – le dijo la madre.
Salió y la dejó abierta. Al
llegar al portal regaló las rosas a una indigente que pedía limosna en la
esquina.
- - ¿Y para que me sirve a mí esto? Mejor dame un
euro.
- - Y yo que sé. Cómelas- y siguió caminando sin
detenerse.
Caminaba con paso decidido.
Tenía claro a donde iba.
- - A cualquier parte – se dijo.
4 Comentarios
Un final arrevatador. Me ha gustado mucho
ResponderEliminarGracias, Yoli Es uno de mis favoritos
ResponderEliminarA pesar de su nombre, hizo un gran acto.
ResponderEliminarEncontró su camino: Hacia cualquier sitio. Que envidia
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí