Gedeón y Raquel se conocieron en
el colegio, cuando cursaban primer curso de bachiller. Era un colegio
concertado, de los que te piden pagar trescientos euros al mes de manera “voluntaria”
por tener a tus hijos separados de la chusma que pulula en la enseñanza
pública.
Gedeón, con sus guedejas
pelirrojas y su metro ochenta de estatura disputó desde el principio el último
puesto de la clase con Raquel, que era una chica morena, metro sesenta y cinco
y ojos verdes que gustaban a los chicos al primer golpe de vista.
Desde el principio se estableció
una rivalidad entre ellos por ser los peores de la clase y no era por falta de
inteligencia natural, más bien por el espíritu de rebeldía propio de los hijos
de papá que siempre lo tuvieron todo en la vida. Solo la enorme capacidad del
colegio para conseguir que los peores alumnos aprobasen el curso si estaban al
día en sus pagos voluntarios, los libró de un fracaso escolar temprano.
Un sábado, en un botellón
organizado en el jardín del chalet de uno de sus compañeros de curso, entre
cerveza y canuto, firmaron la paz y sellaron con un beso húmedo la historia de
amor que iban a protagonizar en lo sucesivo.
Raquel era heredera de una cadena
de droguerías y se sentía feliz por ello, ya que le encantaban los perfumes y
no despreciaba las drogas. Gedeón era heredero de una cadena de zapaterías y no
necesitaba ninguna licenciatura para que sus empleados siguieran vendiendo
zapatos, así que cuando acabaron el bachiller hicieron ambos un módulo de administrativo
y empezaron a trabajar en los negocios de sus padres, eso sí, empezaron desde
arriba. Aprendieron los trucos para ganar dinero pero nunca dominaron el
oficio.
No era este futuro halagüeño lo
único que los unía. Las ganas de disfrutar y exprimir todos los placeres que la
vida les ofrecía era algo que también tenían en común y lo aprovechaban en
todas las oportunidades. Los padres, que no ignoraban que tipo de hijos habían concebido, se habían preocupado de contratar buenos gerentes para sus
negocios porque sabían que los hijos iban a preocuparse más de exprimir los beneficios de los mismos
que de planificar su supervivencia.
Pero si algo los identificaba era
su pasión por el sexo. Desde aquel primero beso húmedo en un botellón de
diseño, no había dejado de practicar, mejorar, explorar y exprimir todas sus
posibilidades.
El único libro que Gedeón
reconocía haber leído completo era el Kamasutra. Lo leía, lo repasaba y
completaba lo escrito con varios videos que reproducían las diferentes posturas
que el libro ilustraba. Y por supuesto, investigaba en el internet profundo
cualquier novedad que le ofreciese novedades sobre tan noble actividad.
Cuando cumplió dieciocho años,
los padres le regalaron un apartamento de 50 metros cuadrados en un edificio
rehabilitado en el centro de la ciudad. Lo hicieron más por perder de vista sus
excesos que por méritos de aquel hijo que estaban seguros les había adjudicado
el diablo.
Y en este nido de amor, se
reunían un día con otro y experimentaban todas las técnicas y los placeres conocidos
y algunos aún por inventar.
Gedeón era imaginativo para el
sexo y Raquel aceptaba con evidente placer lo que él le proponía. Cuando le
hacía experimentar nuevos placeres, ella muerta de risa, le decía:
-
Eres un cerdo, Gedeón – y se reía de buena gana
mientras accedía a lo que le pedía.
La frase “eres un cerdo, Gedeón” se acabó convirtiendo
en un mantra en sus relaciones y si Raquel no se lo decía, Gedeón se quedaba
con la sensación de que no la había satisfecho adecuadamente.
No tenían intención de casarse,
estaban bien así, pero cuando acabaron sus escasos estudios los padres les
impusieron un matrimonio con rigurosa separación de bienes. Se habían puesto de
acuerdo ambas familias y a cambio de unos jugosos ingresos mensuales, tuvieron
que pasar por la vicaría. Tampoco les importó demasiado y hasta les hizo
gracia, porque el día de la boda, simulando una indisposición de Raquel, se
encerraron en la sacristía y consumaron el matrimonio antes de que el cura les
diese el visto bueno.
El viaje de novios lo hicieron a
una de esas islas de moda en el Pacífico y allí conocieron algunas habilidades
que hasta entonces no habían experimentado.
Al cabo de seis meses de su
vuelta, una tarde después de una tormentosa sesión sexual, Raquel le anunció:
-
Estoy embarazada, Gedeón.
Él, en plan de broma, le
contestó:
-
¿De quién?
-
Creo que de ti, cerdo.
Y retomaron otra vez sus retozos.
Raquel estaba embarazada de un
niño y no tuvo ningún síntoma que le hiciese cambiar de vida. Ni arcadas, ni
vómitos, ni pérdidas. Siguieron comiendo, bebiendo, fumando y copulando como si
el embarazo no fuese algo que les afectase personalmente.
Cuando llegó el momento parió sin
aspavientos y el niño pesó cuatro kilogramos en canal. Cuando Gedeón entró en
la habitación, Raquel le estaba dando de mamar y orgullosa se lo enseñó. Era un
niño robusto y sano, pero Gedeón se quedó extrañado al verle:
-
Tiene cabeza de cerdo – dijo él.
-
Si, no puedes negar que es tuyo – y se rió con
ganas.
Era como si Raquel no hubiera
estado segura hasta ese momento de que Gedeón era el padre.
Él se quedó pensando un rato,
como si algo no le encajase. Por fin le preguntó:
-
¿Y qué nombre le podemos poner a alguien con
cabeza de cerdo?.
Raquel tampoco lo sabía y se
quedaron en silencio hasta que la criatura empezó a llorar.
Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay
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