Cuando
vio que empezaba a llover, pensó que como el tiempo no invitaba a salir, podía
aprovecharlo escribiendo.
Empezó
a redactar un microrrelato de 200 palabras que tituló “Lluvia” y cuando lo
terminó miró por la ventana, pero seguía lloviendo. Después escribió un cuento
de cuatro folios al que puso por título “Tardes lluviosas” y una novela corta
de sesenta que encabezó con el nombre de “Lluvia de verano”.
El
cielo amenazaba con despejar, pero no obstante empezó una novela, una saga de
su propia familia que acabó convirtiendo en una trilogía cuyas partes tenían
entre seiscientas y ochocientas páginas. Bajo el título general de “La Saga de
la Tormenta” nombró cada libro como “Tormenta de verano”, “Tormenta de otoño” y
“Tormenta de invierno”. Dudó en escribir un cuarto volumen “Tormenta de
primavera”, pero miró a través de la ventana y al comprobar que seguía
lloviendo, se desanimó.
Cuando
se fijó que las paredes del baño necesitaban una mano de pintura, sacó del
trastero las herramientas necesarias, brochas, rodillos, espátulas, cinta de
pintor y rescató los botes de pintura que había comprado el año pasado y que
desde entonces permanecían olvidados.
Pintó
los baños de blanco y después las habitaciones de azul celeste y el salón de
verde claro. Los pasillos de naranja y después les dio una segunda mano, pero
alterando los colores. Los baños de azul celeste, las habitaciones de verde
claro, el salón de naranja y los pasillos de blanco. Cuando terminó renovó
las puertas de toda la casa con pintura a la tiza.
Después
de recoger los restos del zafarrancho, el agua caía mansamente pero seguía
cayendo sin desmayo. Su mujer estaba en la cocina preparando la cena y le
pidió, que para aprovechar el tiempo de reclusión, le enseñara a cocinar.
Aprendió
a freír patatas y huevos y a preparar sopa de pasta. Pero no se conformó con
esto e inasequible al desaliento escarbó en libros como “La Cocina de María
Luisa” o “La alegría de Cocinar de Karlos Arguiñano” y en blogs como “A Fartucase” y “El aderezo” y guisó
Fabada Asturiana, Pote, Cocido montañés o cocido madrileño. Diversas
preparaciones de garbanzos, de lentejas, de patatas y otras legumbres y
tubérculos, así como asados y cocidos de carne o de pescado y gran variedad de
arroces. Y no podían faltar postres como el mousse de polvorones, la tarta de
crema moca, el arroz con leche o los frixuelos, por citar únicamente los más
nutritivos.
Cuando
ya tenía estresados todos los enseres de la cocina cayó en la cuenta de que
había parado de llover y que un agradable sol de primavera inundaba la casa.
Fregó todos los platos y preparó para su mujer una pantagruélica comida con las
últimas preparaciones de las que aún no habían dado cuenta.
A
los postres, mirando la camisa que parecía a punto de estallar reparó en que
había engordado, fruto de tantos y tan exquisitos platos que había engullido en
los últimos tiempos.
- Voy
a salir a caminar un rato, necesito bajar de peso – dijo dirigiéndose a su
compañera que devoraba los últimos restos del arroz con leche que había tomado
como postre.
Fue
a la habitación y se puso una camiseta térmica para el frío, unos pantalones de
senderismo y unas botas de monte. En la mochila guardó pañuelos de papel, el
teléfono móvil, la cartera y una cantimplora con agua fresca.
La
esposa, después de treinta años de convivencia, conocía bien la obsesión del
marido por hacer siempre más, por llegar cada vez más allá y no rendirse nunca.
Cuando él le dio un beso despedida, le tendió un pequeño libro:
- ¿Y
para que necesito un diccionario de chino para ir a caminar? – dijo el hombre,
después de examinarlo.
- Llévalo
– dijo ella – seguro que lo acabarás necesitando.
Y el marido, que no era ningún necio, lo llevó. Cuentan las crónicas que la mujer tenía razón y que lo usó largo y tendido.
Imagen creada con IA
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