Al tiempo que daba el salto para echar a volar se prometió a si mismo que nunca permitiría a nadie volver a tenerle preso.
Había nacido en un nido
común y corriente, como todos los jilgueros. Era el sexto huevo de la puesta de
Abril y a finales de mes, con el calor, el resto de los nacidos de aquellos
huevos habían volado. Los padres se impacientaban con él, querían echarlo del
nido, que volase por su cuenta. Tenían prisa por empezar la segunda puesta pero
a él le daba miedo pegar el primer salto, iniciar el primero vuelo. Cuando
aquel día no lo alimentaron supo que tenía que volar, no podía demorar más el
salto. Pero llovía y daba mucha pereza dar el primer salto en aquellas
condiciones. Decidió que mejor esperar hasta que saliera el sol.
Al rato notó que sus padres
revoloteaban nerviosos y pensó que era por él, porque no se marchaba y se
sintió triste. Ya iba a tirarse desde la rama donde estaba construido el nido
cuando vio que se acercaba alguien que caminaba erguido y en los brazos llevaba
un tubo largo y brillante, que dirigía hacia sus padres. Sintió un ruido seco y
vio a la madre caerse del árbol. Le extrañó porque no echó a volar y dio con su
cuerpo en el suelo, con un golpe duro y seco. El padre desapareció por detrás
de los árboles. En ese momento supo que nunca lo volvería a ver.
El que caminaba erguido y
que llevaba aquel extraño tubo largo y brillante guardó el cuerpo de su madre
en una bolsa que llevaba colgada y empezó a subir al árbol en dirección al
nido. Estaba aterrorizado y no supo que hacer salvo encogerse sobre si mismo y
meter la cabeza entre las plumas. Sintió que lo cogía y lo guardaba en un sitio
oscuro. Estaba débil, aquel día no había comido y se desmayó.
Cuando despertó se
encontraba dentro de una caja con barrotes de alambre. Si fuera capaz de
entender el lenguaje de los hombres se habría dado cuenta que era una jaula y
que estaba prisionero.
Y así empezó una nueva vida
que en realidad le hizo sentirse muy a gusto. Estaba protegido de ataques de
otros animales, es más ni siquiera veía cernícalos o gatos monteses a los que
tener miedo. Todos los días le echaban una ración suficiente de semillas de
cardo o girasol en los comederos de la jaula y agua fresca.
Con la luz del día cantaba,
cantaba con frecuencia y el animal que caminaba erguido parecía sentirse
satisfecho cuando oía sus trinos. Era quien le proporcionaba la comida y el
agua y muchos días se sentaba cerca de la jaula y dormitaba satisfecho mientras
él cantaba sus trinos.
No sabía lo que había hecho
con su madre, a la que había guardado en una bolsa y sospechaba que era el
responsable de que hubiera caído desde el árbol, pero tampoco lo sabía seguro y
a él le trataba bien, incluso mejor que cuando vivía en el nido, donde sus
hermanos le quitaban la comida y sus padres lo empujaban para que volase. Aquí
no estorbaba a nadie, comía y bebía y lo que es más importante, cuando se apagaba
la luz del día, el bípedo descolgaba la jaula de la ventana y la colgaba dentro
del sitio donde solía estar, a veces acompañado de otros y otras veces solo. Y
había luz, una luz que parecía brotar de varios pequeños soles que colgaban de
aquel cielo blanco. El bípedo se sentaba y miraba una pieza rectangular que
entonces empezaba también a emitir luces de varios colores y sonidos sin que se
viera a ningún animal que los estuviera emitiendo.
Y se quedaba en la jaula
mirando también todos aquellos colores hasta que se quedaba dormido. Y cuando volvía
a abrir los ojos, la luz había despertado fuera y el sol lucía ya en el cielo
azul, tan diferente del cielo blanco de las noches.
Desde la ventana donde
estaba colgada la jaula miraba el cielo y cantaba con toda la potencia de sus
pulmones. Veía pasar a otros animales volando, pero ni ellos reparaban mucho en
él ni tampoco estaba muy interesado por saber a donde iban. El no necesitaba
volar para conseguir la comida ni el agua, tampoco para huir de ningún enemigo.
Tenía allí todo lo que necesitaba y no veía los barrotes como una barrera para
impedirle marchar, sino una protección para evitar que nadie viniera a quitarle
su paz y la felicidad.
El bípedo, que al principio
tomaba todas las precauciones para que no se escapara cuando abría la jaula
para renovarle las semillas y el agua o para limpiar la jaula de sus
deposiciones, con el paso del tiempo se dio cuenta de que no había ningún
peligro y dejaba la puerta abierta mientras hacía estas labores y el pajarito
cantaba feliz mientras el sol le calentaba las alas ya completado su plumaje.
Un día, mientras cantaba al
mediodía, una jilguera en celo se acercó a la jaula y se pavoneó ante él,
ofreciéndole lo que las hembras en celo acostumbran a requerir de los machos.
Por allí escaseaban los jilgueros y la hembra persistió en sus cantos que despertaron
en el jilguero sensaciones que nunca había sentido hasta entonces. Quería estar
con ella, fecundarla y tener dos puestas todos los años, que por turno se irían
a buscar otras jilgueras y jilgueros con los que seguir apostando en la ruleta
de la vida. Bueno, el no se dio cuenta de todas estas cosas, solo supo que
necesitaba volar con la jilguera.
Y por primera vez sintió que
era un prisionero, porque quería hacer algo que los barrotes le impedían hacer.
Y se dio cuenta de que el bípedo que hasta entonces le había alimentado era su
carcelero a la vez que su enemigo.
Probablemente lo habría
olvidado pronto, pero al día siguiente, cuando el bípedo le estaba limpiando la
jaula y había dejado la puerta abierta como siempre, apareció la jilguera por
el este, siguiendo la ruta que el sol inventaba todas las mañanas y cantó su
trino habitual. No lo dudó y se escapó por la puerta abierta de la jaula, atraído
por la llamada al apareamiento.
Es una pena que no hubiera
aprendido a volar cuando vivía en el nido, porque hubiera podido escapar sin
ningún problema, pero se sintió caer al vacio mientras detrás de él, el bípedo
lo llamaba para que volviese.
En el último momento
extendió las alas y empezó a planear en vuelo rasante por el patio mientras la
jilguera lo requería con sus trinos.
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