Desperté,
como tantas noches, por el dolor de la ausencia. No era una sensación nueva,
pero no por ello me resultaba menos triste buscarla en la oscuridad, sabiendo
de antemano que no la iba a encontrar.
La
cama aún conservaba su aroma o por lo menos eso quería creer en la
soledad triste de mi despertar. Cuarenta años de noches compartidas no se
borran tan fácilmente de la memoria corporal, táctil, fragante. Debe existir
una ADN de la memoria que graba en nuestro espíritu el recuerdo de la otra parte
de nosotros mismos, y nos hace sentir su carne, su volumen, su respiración
cuando no está.
Y
entonces para rescatarme del dolor surge el recuerdo de tantas noches, de
tantas horas de exprimir una felicidad tranquila, sin sobresaltos, sin palabras
porque no necesitábamos las palabras.
Después
de una convivencia tan larga y tan dichosa, la noche acaba llenándose de ritos
que son los símbolos, los emblemas, los distintivos que representan la
relación. Y no podía ser menos que tener ritualizadas nuestras noches.
Al
acostarnos, siempre sobre el costado derecho, siempre sosteniendo un libro
electrónico con la mano derecha, siempre leyendo relatos que después
compartíamos durante el día, yo pasaba mi brazo izquierdo por encima de su
costado y le acariciaba su seno derecho mientras la sentía pasar las posiciones
digitales conforme avanzaba en la lectura y adivinaba si la lectura era triste
o romántica, drama o comedia, por la cadencia de su respiración. Nuestros
cuerpos unidos inhalaban y exhalaban el aire con distintas intensidades en
función de la lectura de cada uno, pero los corazones siempre latían al mismo
ritmo.
Y
más tarde, la sentía desmayar despacio la tensión de su cuerpo y rendirse sin
prisa al sueño y escuchaba la suave cadencia de su sueño. Eran momentos felices, sensaciones tan agradables en la
oscuridad de la noche, en el silencio casi sagrado de nuestra unión que ahora
mi mente me permitía revivir con gran autenticidad.
Muchas
noches, casi como un juego, cuando sentía que ya estaba dormida, me apartaba de
ella hasta una esquina de la cama y esperaba su reacción. Ella me buscaba
instintivamente y entonces sin abandonar el sueño me pasaba su brazo derecho
por encima de mi costado, para abrazarme. Yo le cogía entonces cariñosamente la
mano y la sentía ronronear como una gata satisfecha. Son parte de esos momentos
que nunca querré olvidar.
Cuando
me asaltan estos recuerdos, me pesa más esta soledad tan sorpresivamente
sobrevenida y siento ganas de llorar.
Pero
tengo mi sistema para superar estos momentos de ansiedad. Me acuesto sobre mi
costado derecho y arrullo con mi brazo izquierdo la almohada mientras la
recuerdo, recuerdo su respiración, el pequeño volumen que ocupaba su cuerpo
pequeño en nuestra cama, el aroma de su pelo y el calor de su vientre. Despacio,
me voy calmando y entonces la siento entrar nuevamente en nuestra cama, la
siento ronronear mimosa cuando le acaricio el cabello y le doy un beso cariñoso
y suave en su cuello.
Todas
las noches, se levanta al baño a las cinco en punto de la madrugada. Y todas
las noches despierto y siento intensamente su ausencia hasta que regresa,
aterida de frío y la abrazo cariñosamente, la beso y le doy el calor de mi
cuerpo para compensar su frío. Y me siento feliz por las horas de sueño que nos
esperan.
Después
me asalta el pánico. Tengo miedo de que va a suceder si algún día me falta de
forma definitiva, como podré soportar una vejez solitaria y cómo me voy a
sentir cuando despierte solo en la noche y sepa que no va a volver aterida a mi
lado, porque se habrá ido definitivamente.
Y
pienso que quiero ser yo el que falte el primero.
Pero
ahora tengo su calor, la tengo a ella y solo quiero dormir feliz en esta
madrugada, dulce como todas las madrugadas porque está a mi lado.
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