A veces la obstinación acaba convirtiendo la virtud en vicio
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Felipe, el pescador, cuando
se vio morir llamó a su hijo:
-
Juan, nunca fui cariñoso contigo y te hice
trabajar sin recibir nada a cambio. Tú siempre lo aceptaste y ahora que voy a
morir quiero dejarte un legado para compensarte por todos estos años.
Tosió
dos veces y continuó:
-
Asómate a la ventana. Es bajamar a esta hora.
Toda la tierra que ves desde donde muere la última ola hasta la línea donde
llega el mar en la marea más alta te la dejo a ti, esa es mi herencia.
El viejo tuvo un estertor,
que de no saber que se estaba muriendo, alguien podría haber confundido con una
risotada y expiró.
Juan lo enterró y guardó el
mes de luto que marcaban las costumbres de su pueblo. A la mañana del día
treinta y uno esperó a la pleamar y armado con un caldero empezó a recoger el
agua que traían las olas y arrojarla a una hondonada que había detrás de la
playa. Trabajó sin descanso hasta la bajamar y así un día y otro, parando solo
cuando el agua llegaba a su mínima altura. Entonces se echaba a dormir en la
propia playa con sus pies tocando la línea de arena húmeda que marcaba la marea
llena. Cuando el agua de las olas mojaba sus pies y lo despertaba, volvía a su
trabajo estéril y así continuaba un día y otro, un mes y otro mes y pasaban las
estaciones y los años, pero Juan no se desanimaba.
Los vecinos que siempre
habían pensado que no era muy listo, trataron de disuadirlo con los más
variados y razonables argumentos. Incluso el cura del pueblo trató de hacerle
un exorcismo, pero Juan no desistió y siempre decía a todos los que se
acercaban a él:
-
Estoy desenterrando mi herencia. Me la dejó
mi padre.
Laura, que era la muchacha
más guapa de la aldea y a la que todos los mozos pretendían y también los que
ya no eran tan mozos como el alcalde y el médico, se sintió conmovida por la
dedicación de Juan a la fatalidad de su destino y se enamoró de él.
Un día se acercó a Juan, que
como siempre estaba entregado en su tarea de vaciar el mar y dijo:
-
Estoy enamorada de ti, me conmueve tu
dedicación, tu laboriosidad, la fé que muestras en tu absurda tarea. Eres el
hombre que siempre soñé.
Juan la miró brevemente y
siguió con su trabajo. Cuando llegó la bajamar Laura aún seguía allí. Se echó a
dormir y Laura trajo una manta y lo tapó. Cuando despertó le había preparado
una suculenta comida y ropa limpia. También había instalado una tienda de
campaña para que Juan no durmiera al raso en lo sucesivo. Y le habló:
-
Sabes que podría tener lo que quisiera y que
todos los hombres del pueblo me cortejan. Soy guapa, lista e hija única. Mi
padre es el hombre más rico del pueblo. Pero si es tu gusto, estoy dispuesta a
vivir contigo en la playa y ayudarte en tus trabajos.
Juan comió la sabrosa comida
que le había preparado, se puso la ropa limpia que le había traído y guardó sus
escasas pertenencias en la tienda de campaña. Después se volvió hacia Laura:
-
Lo único que quiero que hagas por mí es que
me dejes tranquilo. Acaba de producirse la pleamar y no quiero que me
distraigas.
Laura lloró amargamente,
pero continuó en la playa. Pasaban los días y cada vez estaba más triste, su
piel se quemó por el sol, enflaqueció de no comer y un día subió a lo alto del
monte que limitaba la playa hacia el oriente y se tiró al mar. Nunca más se
supo de ella.
Juan siguió trabajando con
la misma dedicación, con la misma ilusión, sin desfallecer, marea tras marea,
día tras día, año tras año.
Su pelo se volvió blanco y
después le cayó, hasta quedar totalmente calvo. Sus dientes se pudrieron
primero y los perdió. Sus ojos se fueron apagando y solo distinguían las olas y
las arenas más próximas a sus pies. Su barba era tan larga que barría la playa
mientras trabajaba.
Las ropas se le pudrieron
una y otra vez y eran sustituidas por andrajos que mendigaba en las horas que
subía la marea.
En el pueblo no se olvidaban
de Juan y muchas veces en las conversaciones en el bar y hasta en las lecciones
del maestro en la escuela o los sermones del cura en la iglesia se le ponía de
ejemplo, para bien por su perseverancia y su dedicación al trabajo o para mal
por su obstinación y su ausencia de empatía hacia los demás.
Siempre había alguien mirando
como hacía su inútil labor y como nunca contestaba a los que le hablaban, con
el tiempo ya no le decían nada, solo se sentaban a mirarlo como quien mira el
ir y venir de las olas. Pero fue pasando el tiempo y si primero le miraban sus
coetáneos, después fueron los hijos de estos y ahora eran los nietos los que se
sentaban a verlo vaciar el mar.
Un día, a mitad de la marea,
Juan se sintió agotado y cayó de rodillas en el agua. Mientras moría se acordó
de las últimas palabras de su padre y de su enigmática sonrisa antes de expirar.
Con su último suspiro, pensó:
-
Debería haber usado un caldero más grande.
2 Comentarios
¡Vaya terquedad!
ResponderEliminarEra la herencia de su padre.
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí