Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

HERENCIA

A veces la obstinación acaba convirtiendo la virtud en vicio

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

HERENCIA





Felipe, el pescador, cuando se vio morir llamó a su hijo:

-         Juan, nunca fui cariñoso contigo y te hice trabajar sin recibir nada a cambio. Tú siempre lo aceptaste y ahora que voy a morir quiero dejarte un legado para compensarte por todos estos años.

Tosió dos veces y continuó:

-         Asómate a la ventana. Es bajamar a esta hora. Toda la tierra que ves desde donde muere la última ola hasta la línea donde llega el mar en la marea más alta te la dejo a ti, esa es mi herencia.

El viejo tuvo un estertor, que de no saber que se estaba muriendo, alguien podría haber confundido con una risotada y expiró.

Juan lo enterró y guardó el mes de luto que marcaban las costumbres de su pueblo. A la mañana del día treinta y uno esperó a la pleamar y armado con un caldero empezó a recoger el agua que traían las olas y arrojarla a una hondonada que había detrás de la playa. Trabajó sin descanso hasta la bajamar y así un día y otro, parando solo cuando el agua llegaba a su mínima altura. Entonces se echaba a dormir en la propia playa con sus pies tocando la línea de arena húmeda que marcaba la marea llena. Cuando el agua de las olas mojaba sus pies y lo despertaba, volvía a su trabajo estéril y así continuaba un día y otro, un mes y otro mes y pasaban las estaciones y los años, pero Juan no se desanimaba.

Los vecinos que siempre habían pensado que no era muy listo, trataron de disuadirlo con los más variados y razonables argumentos. Incluso el cura del pueblo trató de hacerle un exorcismo, pero Juan no desistió y siempre decía a todos los que se acercaban a él:

-         Estoy desenterrando mi herencia. Me la dejó mi padre.

Laura, que era la muchacha más guapa de la aldea y a la que todos los mozos pretendían y también los que ya no eran tan mozos como el alcalde y el médico, se sintió conmovida por la dedicación de Juan a la fatalidad de su destino y se enamoró de él.

Un día se acercó a Juan, que como siempre estaba entregado en su tarea de vaciar el mar y dijo:

-         Estoy enamorada de ti, me conmueve tu dedicación, tu laboriosidad, la fé que muestras en tu absurda tarea. Eres el hombre que siempre soñé.

Juan la miró brevemente y siguió con su trabajo. Cuando llegó la bajamar Laura aún seguía allí. Se echó a dormir y Laura trajo una manta y lo tapó. Cuando despertó le había preparado una suculenta comida y ropa limpia. También había instalado una tienda de campaña para que Juan no durmiera al raso en lo sucesivo. Y le habló:

-         Sabes que podría tener lo que quisiera y que todos los hombres del pueblo me cortejan. Soy guapa, lista e hija única. Mi padre es el hombre más rico del pueblo. Pero si es tu gusto, estoy dispuesta a vivir contigo en la playa y ayudarte en tus trabajos.

Juan comió la sabrosa comida que le había preparado, se puso la ropa limpia que le había traído y guardó sus escasas pertenencias en la tienda de campaña. Después se volvió hacia Laura:

-         Lo único que quiero que hagas por mí es que me dejes tranquilo. Acaba de producirse la pleamar y no quiero que me distraigas.

Laura lloró amargamente, pero continuó en la playa. Pasaban los días y cada vez estaba más triste, su piel se quemó por el sol, enflaqueció de no comer y un día subió a lo alto del monte que limitaba la playa hacia el oriente y se tiró al mar. Nunca más se supo de ella.

Juan siguió trabajando con la misma dedicación, con la misma ilusión, sin desfallecer, marea tras marea, día tras día, año tras año.

Su pelo se volvió blanco y después le cayó, hasta quedar totalmente calvo. Sus dientes se pudrieron primero y los perdió. Sus ojos se fueron apagando y solo distinguían las olas y las arenas más próximas a sus pies. Su barba era tan larga que barría la playa mientras trabajaba.

Las ropas se le pudrieron una y otra vez y eran sustituidas por andrajos que mendigaba en las horas que subía la marea.

En el pueblo no se olvidaban de Juan y muchas veces en las conversaciones en el bar y hasta en las lecciones del maestro en la escuela o los sermones del cura en la iglesia se le ponía de ejemplo, para bien por su perseverancia y su dedicación al trabajo o para mal por su obstinación y su ausencia de empatía hacia los demás.

Siempre había alguien mirando como hacía su inútil labor y como nunca contestaba a los que le hablaban, con el tiempo ya no le decían nada, solo se sentaban a mirarlo como quien mira el ir y venir de las olas. Pero fue pasando el tiempo y si primero le miraban sus coetáneos, después fueron los hijos de estos y ahora eran los nietos los que se sentaban a verlo vaciar el mar.

Un día, a mitad de la marea, Juan se sintió agotado y cayó de rodillas en el agua. Mientras moría se acordó de las últimas palabras de su padre y de su enigmática sonrisa antes de expirar. Con su último suspiro, pensó:

-         Debería haber usado un caldero más grande.


Publicar un comentario

2 Comentarios

Agradeceré tus comentarios aquí

Me gusta