Era tema de conversación en la calle y sobre todo en
la tienda del señor Paco, la tienda del barrio de toda la vida donde se
compraban los víveres para la semana y de paso se discutía, se criticaba, se
arreglaban parejas y se predecían cuernos, se especulaba sobre el ritmo de vida
de unos, la miseria en que vivían otros porque eran unos avaros y si no se
arreglaban virgos no era porque las vecinas no fueran unas celestinas, sino
porque era una práctica ya caída en desuso. El caso es que últimamente todos
hablaban de dos vecinos de mi portal. Matilde, la secretaria soltera, un poco
fondona y miope del 5º F y
Ricardo, el vendedor de seguros del 2º A, un tipo tímido, callado, que lucía
una calvicie más que incipiente y algún que otro lamparón en el traje azul
marino con el que todos los días emprendía el trabajo de pillar a algún tonto
despistado que estuviera dispuesto a pagar para que cuando muriese los herederos
cobrasen una buena regalía.
Ricardo había vivido con Charo, una rubia pechugona
que según la señora Vicenta, la mujer del policía del 4º A, era una lagartona
que le ponía los cuernos desde hacía mucho tiempo con el estanquero de la plaza
Mayor y que un día, sin más explicaciones, cogió la maleta, guardó sus
pertenencias, se pasó por el Banco, vació la cuenta conjunta que tenían y
desapareció sin que se volviera a saber de ella.
La señora Vicenta, que hacía años había dejado y su
marido y dos hijos que tenían en común, para venirse a vivir con el policía, sintió una pena súbita, una
rabia inexplicable contra la lagartona y tomó partido por el de los seguros.
Desde entonces hizo campaña en la tienda para buscarle una pareja decente y
estable en el barrio y en conciliábulo con doña Isabel, la de la mercería y
doña Justa, la gerente de la funeraria, decidieron que tenían que emparejar al
pobre Ricardo con Matilde.
Toda la parroquia de marujas, respaldadas por la
barriga prominente del señor Paco, decidieron conjurarse para unir a aquella
pareja que como decía la señora Vicenta, parecían estar hechos el uno para la
otra.
Yo no encontraba los puntos de aquella afinidad que
mi madre, doña Justa, decía que había entre ellos, así que todos los días,
cuando volvía del colegio, me sentaba en un banco público situado frente al
portal con mi bocadillo de mortadela y la primera parte de “La Torre Oscura”,
una novela de Stephen King que llevaba leyendo más de un año, aunque aún no
había conseguido pasar de la página cincuenta, porque no era una gran lectora y
esperaba a que volviesen de trabajar con la esperanza de que un día
coincidiesen en el portal y prendiese la chispa del amor.
La tarde del viernes Ricardo, contra lo habitual,
llegó primero que Matilde y al pasar se fijó en mi libro:
-¿Te gusta Stephen King? – me preguntó.
- Si, señor, me gusta mucho – le mentí
- ¿No eres un poco pequeña para leer este libro? –
insistió
- No señor, no. Mis padres lo saben y están de
acuerdo en que lo lea – le dije.
No quería contarle que mis padres nunca leían ningún
libro ni sabían quien era este Stephen King y que si yo lo leía era porque la
había encontrado en una papelera y era el único libro que tenía, además de los
del colegio.
Resultó que Ricardo era un fan de este escritor y
sobre todo de lo que él llamaba “La saga de la Torre Oscura”. Empezó a contarme cosas del libro y yo para
quitármelo del medio me levanté y empecé a caminar hacia el portal, mientras el
continuaba hablando con entusiasmo.
Paramos
inadvertidamente delante del portal,
justo en mitad de la entrada del garaje, mientras me explicaba el final de la
saga, que tanto le entusiasmaba.
Bajó
del coche y miró desolada el morro de su Opel Corsa recién comprado. Tenía los
faros rotos y el morro delantero bastante abollado.
Julián,
que hasta ese momento se había quedado desconcertado por el impacto, se acercó
a Julia para preguntarle si se encontraba bien.
-
Imbécil, si no estuvieras parado en medio de la calle como un espantapájaros,
me encontraría mejor.
-
Que buscas, ligarte a esa niña metementodo, que se pasa el día espiando por la
ventana como si fuera una puta portera.
-
Pues ya que lo dices, sería mejor que ligarte a ti, estúpida cuatro ojos. Hasta
un ciego nos hubiera visto y no hubiera chocado. ¿Tuviste que poner el coño
para que te dieran el carnet?
-
Eres un hijo de puta, que no das ni los buenos días por no gastar, que en el
barrio nos conocemos todos. Pero pienso llamar a la policía y denunciaros a ti
y a la niñata de mierda.
Fue
lo último que oí. Poco a poco me había acercado al portal, y entré sin meter ruido ni mirar atrás.
Tenía
que decirle a mi madre que las posibilidades de emparejarlos eran más bien
escasas.
Imagen de Viorel Vașadi en Pixabay
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