Paulina enviaba la mayor
parte de su sueldo a Ecuador. Tenía la ilusión de construir una casa cerca de
Quito para sus padres, que eran muy mayores y ahorrar para que su marido y sus
hijos pudieran venir a España a labrarse un futuro.
Bueno, todos sus hijos no.
El mayor había dicho que quería quedarse con los abuelos. Era fontanero y se
ganaba bien la vida.
Los dos pequeños de 8 y 9
años eran buenos estudiantes y pensaban Paulina y su marido que en España
tendrían más oportunidades.
En cuanto consiguieran
acabar la casa para los abuelos y pagar el préstamo que habían pedido para la
construcción se vendrían con ella y seguro que su marido, que era un albañil
trabajador y serio conseguiría abrirse camino. Quería un futuro mejor para los
suyos y aunque amaba su tierra, había mucha inseguridad y menos oportunidades.
Y Paulina, que se
encontraba muy sola, volcaba toda su capacidad de cariño con sus viejecitos,
como los llamaba en su interior, eran su familia de España.
Había cuidado a una
viejecita de 93 años, muy cariñosa, que vivía sola porque sus hijos trabajaban
fuera de España. Fue un año muy feliz para las dos, se hicieron compañía mutua
y doña Felicidad, que así se llamaba la señora había pasado pronto de llamarla
Paulina a darle el apelativo de hija. Paulina lloró mucho cuando doña Felicidad
murió de un infarto. Ella se encargó de avisar a los hijos e incluso por
delegación de los mismos atender a la gente en el tanatorio, encargarse de los
detalles del funeral y la incineración, porque la hija no pudo llegar hasta dos
horas antes del funeral y el hijo que vivía en los Estados Unidos no pudo
viajar para asistir a las exequias. Le dieron una paga extra por las molestias
y Merceditas, la hija, le dijo que podía llevarse lo que quisiera de casa de la
madre, porque la iban a poner en venta.
No se llevó nada, porque en el sótano de treinta y cinco metros cuadrados donde
vivía no tenía sitio para guardar más de lo imprescindible para vivir y
Merceditas le regaló entonces una cadena y una medalla de oro de doña Felicidad
y la despidió con un par de besos y unas lágrimas en recuerdo de su madre.
Tuvo que buscar otro
trabajo y lo encontró para cuidar a don Fidel, un anciano con muchos problemas
de movilidad. Recientemente había roto una cadera y tenía que desplazarse en
silla de ruedas. No era como doña Felicidad, tenía un carácter seco y mandón
que en más de una ocasión la hizo llorar por lo injusto de sus enfados. Pero
Paulina pensaba que su mal carácter era porque tenía dolores y estaba amargado
por sus problemas de movilidad
Una tarde un sobrino de
Fidel vino a visitarle. No solía recibir visitas de su familia, sus hijos
vivían fuera de la ciudad y hacía meses que no iban a verlo. Este sobrino era
la primera vez que venía.
A Paulina no le gustó
desde el principio. La miró con aire de superioridad, la trató con altanería y
la verde insignia que llevaba en la solapa, de un partido de extrema derecha
bien conocido por su odio a los inmigrantes, acabó por ponerla en guardia.
Lo hizo pasar después de
que el anciano se lo ordenase y viendo que el señor Fidel tenía compañía fue a
la cocina a preparar la cena. Abrió la ventana para que salieran los olores a
comida y coincidió que también estaba abierta la de la sala donde estaban el
anciano y el sobrino, por lo que le llegó de forma nítida la conversación que
mantenían.
-
Tío,
¿que tal se porta contigo la ecuatoriana?
-
Me
atiende bien.
Paulina sonrió y decidió cerrarla, para no pecar de
indiscreta, pero mientras se lavaba las
manos la conversación seguía en la habitación de al lado.
-
Aunque
claro lo hace por dinero. Estos no hacen nada gratis. Se cree que confío en
ella, pero no le quito la vista de encima ni dejo nunca la cartera a su alcance.
-
Haces
bien, tío. Si necesitas sacar dinero del banco no se lo encargues a ella, que
seguramente te engañará, Tu llámame y yo vengo.
-
Gracias,
Carlitos.
-
Y
tío, no le des muchas confianzas que a todos estos extranjeros que solo vienen a
quitarnos el trabajo los vamos a echar otra vez para sus países más pronto que
tarde.
El tío estaba de acuerdo, aunque no pudo evitar que una
preocupación le pasara por la cabeza ¿Quién iba a cuidarle si expulsaban a
Paulina?
-
Bueno
tío, tengo que dejarte que voy a volver andando porque no tengo dinero para el
transporte. Ando escaso de fondos
-
Carlitos,
¿Por qué no me lo dijiste?. Toma esto y así podrás volver en taxi.
-
Gracias,
tío. Y vigila a la criada.
-
Descuida,
lo hago. No me fio nada de estas cucarachas.
Paulina no pudo evitar que
se le escapara una lágrima. Se dio cuenta que nunca iba a dejar de ser una
extranjera en aquel país.
-
Paulina,
tengo gana de merendar
-
Ya
voy, señor Fidel.
Se limpió la lágrima y
trató de poner buena cara. Necesitaba el dinero que le pagaba el señor Fidel.
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