Al terminar el día, después
de dar por finalizada la jornada nos gustaba sentarnos a leer antes de abrir la
cama. Yo siempre tomaba un vaso de leche templada y Catalina un té verde. Me
gustaba mirarla por el rabillo del ojo cuando estaba concentrada leyendo, ver
como movía sus grandes ojos verdes siguiendo las líneas de cada página y como
sus facciones cambiaban según el contenido de lo que sucedía en la narración.
Casi podía reconstruir el guion de sus lecturas por los gestos de su cara, los
mohines de sus labios cuando el pasaje narraba algún hecho triste o
desagradable, injusto o doloroso y su sonrisa que hacía resaltar los bonitos
hoyuelos de sus mejillas en aquellos momentos en que el argumento se encarrilaba
por las vías de la felicidad, de la belleza y de la bondad. Y cuando tocaba un
pasaje de amor, sus mejillas se arrebolaban y a veces, algunas veces, una
lágrima de felicidad intentaba asomar a sus ojos. Entonces con un gesto muy
característico de ella, se echaba el pelo hacia atrás como queriendo despejar
la emoción y tomaba un pequeño sorbo de té.
Y llegaba el momento de
abrir la cama, que era el mismo mueble que también usábamos para sentarnos para
sentarnos a leer, un sofá cama ya bastante usado pero cómodo y amigable, relleno
de nosotros mismos, de nuestras noches, de tantas ocasiones y tantos desvelos.
En el cuarto del fondo reposaban dos canapés de 90 cm. pero resultaban
demasiado estrechos para dormir juntos y preferíamos armar la cama del sofá, más
amplia y estratégicamente situada frente al ventanal que se asomaba al
acantilado batido por el mar Cantábrico. Y por la noche nos arrullaba el
murmullo de las olas mientras dormíamos.
Nos acostábamos y a Catalina
le gustaba descansar su cabeza sobre mi hombro. Yo casi no me atrevía moverme
para no estropear el momento y me quedaba allí, escuchando los latidos de su
corazón y sintiendo la suavidad de su pecho izquierdo que reposaba sobre mi
costado. Catalina dormía pronto, abrazada a mí y ronroneando de placer pero yo siempre
tuve problemas para conciliar el sueño y pasaba parte de la noche sintiendo el
mar, sintiendo a Catalina y sintiéndome feliz.
Muchas noches descansábamos
sin ninguna interrupción hasta que la luz entraba por los ventanales y entonces
tristes porque se acabase la noche pero felices del nuevo día que llegaba nos
levantábamos, componíamos el sofá y desayunábamos todavía aletargados del sueño
y después de darnos un beso, un beso largo y nostálgico emprendíamos cada uno
nuestro trabajo.
Había noches en que saltaba
alguna alarma y entonces, como autómatas nos sentábamos delante de las consolas
de nuestros ordenadores y tecleábamos furiosamente, atendíamos los teléfonos
que timbreaban con tono de urgencia y así seguíamos, casi sin hablarnos,
hasta que finalmente enmudecían las alarmas, se silenciaban los teléfonos y las
consolas de los ordenadores no emitían ninguna señal. La emergencia se había
solucionado y volvíamos felices a la cama, porque el servicio de nuevo funcionaba con normalidad.
En la mañana y después del
desayuno realizábamos los chequeos de seguridad y las mediciones rutinarias y
tras recoger nuestras mochilas, esperábamos a que llegase el relevo matinal.
Entonces nos despedíamos y Catalina se iba para su casa, con su marido y sus
hijos y yo para la mía, con mi mujer y mis dos hijas pequeñas.
Hasta la noche, en que
volvíamos a juntarnos para hacer un nuevo turno y así durante una semana entera.
Y cuando llegaba el domingo cambiábamos de turno, pero después de tres semanas,
como una pareja que se reconcilia, volvíamos a compartir el turno de noche.
Llevamos quince años
trabajando en esa misma estación de cable submarino y nunca hemos faltado a
nuestra cita.
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