Los domingos, después de la misa de doce,
cuando la gente iba a tomar el aperitivo previo a la comida, él se retiraba a
su casa. No le gustaban las reuniones sociales.
Se aseguraba de echar las cortinas del salón,
abría una botella de albariño que por la mañana había metido a enfriar en la
nevera, cogía la revista Interviu de la semana y lenta y pausadamente se
masturbaba mientras ojeaba las fotografías de las páginas centrales. Era lo más
cerca del vicio y la perversión que había estado nunca.
Por respeto, antes de empezar, se quitaba la
sotana. Tenía 60 años y no conocía mujer ni hombre.
Después rezaba con sincero arrepentimiento. A
veces lloraba con amargura..
Por la tarde acudía a visitar a los
feligreses enfermos y administrarles los sacramentos.
Todo el mundo lo quería y estaban de acuerdo
en que era el mejor párroco que habían tenido en aquella iglesia.
Practicaba el amor propio en secreto, pero
también el amor al prójimo con sus feligreses. Aunque la jerarquía nunca lo fuera a admitir, era un verdadero santo.
Imagen de Daniel Reche en Pixabay
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