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Todas las noches usaban la misma liturgia,
independientemente de cómo hubiera transcurrido el día.
Él se acostaba siempre desnudo, siempre dando
la espalda al espacio donde ella lo
esperaba ya, vestida solo con unas braguitas negras. Él apagaba entonces la luz y tanteaba su
espacio con su mano derecha, tanteaba su cuerpo y acariciaba su pecho ya
enhiesto su pezón por la expectativa de lo que había de venir.
No era, o por lo menos no lo era siempre, una
danza erótica la que bailaban a la luz mortecina que se colaba por la ventana
que daba a un patio de luces, donde resonaba la música decadente de un café que
abría hasta la una de la madrugada y que regaba el vecindario con melodías
tiernas y un poco sosas como si sintiera
nostalgia cuando se aproximaba la hora de cerrar.
A veces solo se cogían las manos y se miraban
a los ojos. No hablaban, no necesitaban expresar con palabras aquellos momentos
dulces, de tregua, de esa felicidad corriente que solo se puede llegar a sentir
después de muchas noches de convivencia.
Otras veces, las manos de él o las de ella,
conquistaban la intimidad del otro, se complacían en sentir ese vértigo que se
contagiaba en los cuerpos de los dos y perseveraban en las caricias hasta que
ambos recibían la recompensa anhelada.
Después dormían enlazados, brazos, pechos y
piernas en un nudo de ternura que persistía hasta que la luz del día les
avisaba de que la tregua había terminado, que la vida volvía a sus cauces duros
y amargos y ya no reconocían sus cuerpos, evitaban la sombra del otro y salían
de casa de manera casi furtiva, en busca de unas obligaciones que les borrasen
los recuerdos ahora amargos de la noche.
Él decía a sus amigos que ella era egoísta,
que descuidaba sus obligaciones y a él mismo, que dedicaba más tiempo a su
trabajo del que sería de desear. Y que era coqueta con los demás y desabrida
con él.
Ella se quejaba de que no era tierno ni
pensaba en las necesidades de ella, que pasaba más tiempo con los amigos que en
casa, que ya no era el mismo hombre del que se había enamorado.
Y pasaban los días sin que se dirigieran las
palabra, sin que se mirasen siquiera si lo podían evitar.
Pero todas las noches, después de cena, subían por el patio de luces las baladas tiernas y sentimentales del café y la cama
les atraía de nuevo, como un imán irresistible.
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