Era una de esas obligaciones que me ponían de un humor sombrío y taciturno. Nunca me resultó agradable dar un pésame y aunque tenía compañeros y amigos que en privado decían que se divertían más en estos eventos que yendo al cine, yo procuraba evitarlos siempre que podía.
Procuraba evitarlos, pero Miguel era compañero de trabajo
desde hacía más de veinte años, habíamos entrado a trabajar en la empresa el
mismo día y desde entonces habíamos desarrollado una amistad firme y
persistente. Pero no era solo la pena lo que me hacía tan desagradable ir al
tanatorio. Era sobre todo su mujer, Flora, la que me causaba un rechazo que no
me podía quitar del pensamiento.
No me podía quitar del pensamiento la bondad de Miguel, que
siempre estaba dispuesto a hacerte un favor y siempre encontraba algo bueno en
los demás.
-
Es que Paco es un trepa que te vende con tal de
quedar a bien con el Director – decíamos cualquiera, porque Paco era un trepa indecente.
-
Bueno, en el fondo no es mala persona. Tiene ese
defecto, si, pero en el fondo no es mala persona – replicaba invariablemente
Miguel.
Y no solo eso, sino que buscaba a
Paco para invitarlo a un café, como si tuviera que compensarlo de algo.
Siempre buscaba compensar a los
demás. En cambio su mujer, Flora, era una mala pécora, una mujer pequeña, de
mirada a veces hosca y a veces provocativa de una manera inapropiada para una
mujer casada, con pocas gracias y muchos defectos. Sin duda alguien pensará que
exagero, pero por su cama habían pasado casi todos los compañeros de oficina de
Miguel, excepto yo que nunca lo había hecho por respeto a mi amigo. Y según se
decía también la mayoría de los vecinos le habían hecho los honores mientras
Miguel estaba ausente trabajando. Lo sabían todos y todas, menos Miguel. El
hablaba de su mujer con cariño, con amor:
-
Flora es una mujer adorable. Tiene defectos como
todo el mundo, pero en el fondo es muy buena.
Y sin duda lo era, pero con los
vecinos y los compañeros de trabajo, porque Miguel andaba las más de las veces
arrugado, su ropa era vieja y hasta lucía algunos lamparones en la chaqueta
mientras ella salía a la calle arreglada y peripuesta, aunque más llamativa que
elegante. Ni siquiera hacía entrar en sospechas a Miguel que su hijo fuera
morocho y la hija pelirroja de ojos verdes, cuando él tenía el pelo rubio y
escaso y ojos ambarinos. Pero los quería con una gran ternura, como quería a
todo el mundo.
Como
quería a todo el mundo, si estaba en su mano nunca negaba un favor a nadie que
se lo pidiera, y se mataba a trabajar para que su familia viviera con desahogo y su mujer pudiera andar siempre de
punta en blanco mientras él vestía casi como un pobre. Y cuando acababa la
jornada en la Oficina, llevaba una contabilidad en un taller de automóviles y
por supuesto al dueño también se lo había beneficiado Flora, que no dejaba
escapar ocasión de disfrutar de un nuevo amigo. Y saliendo del taller, le había
dado un infarto que lo dejó muerto en la misma calle.
Quedó
muerto en la misma calle donde apuraba unos euros más a costa de su salud, para
que su familia viviera con dignidad. Y allí en el tanatorio, estaba el hijo, al
que daba el pésame López, el pelirrojo que trabajaba en el departamento de Contabilidad.
En una esquina lloraba suavemente la hija, mientras Luis, un morocho que trabajaba en el
departamento de Ventas le daba sus formales condolencias, sin saber muy bien lo
que hacer ante el dolor de la chica. Yo también les di el pésame y después no
supe que hacer, porque no me apetecía darle las condolencias a la viuda, que
lloraba delante de la caja del muerto como una magdalena, el rímel corrido y el
lacio pelo pegado a su frente, enfangado de maquillaje y lágrimas.
Lloraba
como una magdalena, simulando un verdadero sentimiento de pena y soledad y de
vez en cuando se apartaba el lacio cabello de los ojos para secarlos con un
pañuelo. Podía haber olvidado en aquellos momentos la incontinencia de aquella
mujer, pero no podía asimilar el cinismo de aquellas lágrimas de plañidera. ¿A quién
pretendía engañar, si todos conocíamos sus infidelidades?
-
¿No le das el pésame a Flora? – me dijo López en
aquel momento, cogiéndome del brazo.
-
No. ¿A quien pretende engañar con esas lágrimas
de cocodrilo?. Todos sabemos cómo se portó con Miguel – le respondí.
-
Estás equivocado, Daniel – dijo apartándome suavemente
hacia una esquina que en aquel momento estaba libre de personal.
-
¿Equivocado? – el cinismo de López me resultó
ofensivo.
-
Si, estas equivocado. Flora llora con
desconsuelo porque no solo perdió a Miguel. También pierde el sobresueldo que Miguel
obtenía en el pluriempleo y del que no le queda pensión ninguna.
-
Y pierde parte de los ingresos digamos
regulares, porque la pensión que le queda es inferior a lo que ganaba Miguel en
la empresa.
-
Y además Miguel le resolvía todos los problemas,
porque Flora para las cosas prácticas es un desastre. Si se fundía una
bombilla, la cambiaba Miguel. La compra la hacía Miguel. De los bancos, las
cuentas, los seguros y todos los trabajos necesarios para llevar un hogar, se
encargaba Miguel
-
Y además, sabe que va a perder relación con la
mayoría de las amistades. Flora no es tonta y sabe que eran amigos de Miguel y
ella tenía que esforzarse para que la tuvieran en cuenta. Ya sabes.
-
Puede que tengas razón – le dije pensativo.
-
Y ya sabes lo importantes que son las amistades
para Flora – y me guiñó un ojo.
Tenía razón López. Nunca lo había
contemplado desde aquel punto de vista. Me acerqué y le di el pésame. Ella me
abrazó llorando y sentí su cuerpo cerca, muy cerca del mío.
Al marcharme, me tendió las manos
en gesto de despedida y aproveché para pasarle una nota con mi teléfono dibujado
dentro de un corazón. Lo miró y me sonrió agradecida.
Pobre Miguel.
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