Estos periodos de descanso no le dejaban ninguna huella, ningún recuerdo de sueños o pesadillas y se levantaba fresco, descansado y listo para emprender las labores diarias. Siempre desayunaba una buena pieza de fruta, naranja, pera o plátano y a continuación una taza de café con leche y un par de tostadas untadas con mantequilla y mermelada. La prefería casera, de la que hacía su madre. Por eso cuando iba a visitarla los domingos, siempre volvía con un frasco de la rica confitura y dos besos en las mejillas, de despedida. No sabía cuál de las dos cosas le producía más felicidad.
Los domingos era el único día que se permitía descansar de su labor e invariablemente iba a comer a casa de la madre. Después recogía a su mujer y les gustaba ir al cine o a merendar chocolate con churros en alguno de los salones de té de la zona antigua de la ciudad. Y disfrutaba especialmente cuando los camareros ponían cara de sorpresa al hacer su pedido, incluso alguno les indicaba cortésmente que era más apropiado que fueran a tomar su merienda a una churrería. A él le hacía sentirse bien esta pequeña transgresión de costumbres, era junto con el bocadillo de chorizo por la noche, las únicas excentricidades que se permitía en una vida que por temperamento propio y por la naturaleza de su trabajo, le exigían mantener un orden casi marcial. Era un conservador visceral, no le gustaban los cambios, para él la vida era agradable como la había conocido desde niño y este estado de ánimo era bueno para el desarrollo de su función.
Habría preferido que Concha, su mujer, lo acompañara en la comida de los domingos a casa de su madre, pero no era posible. Hacía diez años, ambas habían discutido sobre las bondades de la tortilla de patatas. Concha sostenía que con la cebolla bien pasada para no encontrar pedazos sueltos en la tortilla, sabía mucho mejor. Su madre, sin embargo, acostumbraba a hacerla con grandes pedazos de cebolla que le gustaba encontrar en cada bocado y masticarlos con gusto y parsimonia. A raíz de aquella diferencia de opiniones dejaron de dirigirse la palabra y parecía que nunca lo iban a olvidar. Podría creerse que esto le afectaba emocionalmente, pero en el fondo le gustaba que ambas estuvieran enfrentadas, porque así competían por complacer sus gustos y si su madre le preparaba una sabrosa fabada los domingos y le hacía la mermelada que tanto le gustaba, su mujer le hacía una paella de marisco que era para chuparse los dedos y también le recompensaba con otros gustos que quedan, eso sí, dentro de la más estricta intimidad y en los que sabía que su madre no podría competir con ella.
Después de desayunar, procedía al aseo del cuerpo de forma ritual, siempre en el mismo orden, siempre con los mismos elementos, la ducha con un gel neutro, el lavado del cabello con un champú de ortigas salvajes, el secado siempre con una toalla de algodón, nunca acrílica, el masaje con una crema nutritiva en sus partes más sensibles para protegerlas de una larga jornada sentado, el lavado de los dientes con cepillo eléctrico y pasta con sabor a menta y a continuación vestirse con una camisa de algodón negra, unos pantalones grises también de algodón y unos zapatos flexibles y de buena transpiración para evitar el olor desagradable de los pies sudados. Después entraba nuevamente en la habitación a las 7,29 de la mañana para darle un beso en la frente a su mujer, que sabía que no le gustaba que se levantase antes de que marchase a trabajar y le esperaba en la cama entre impaciente y expectante.
Y solo entonces bajaba las escaleras desde la quinta planta en la que vivía, siempre a pie porque el ascensor le parecía un recurso para los débiles, mientras silbaba invariablemente la marcha Radetzky y emprendía a grandes trancos el camino hacia su trabajo.
Estaba convencido que caminar a grandes pasos mejoraba la circulación y respirar profundamente oxigenaba el cerebro.
Sus jefes apreciaban su trabajo y sabían que era difícil encontrar a una persona que fuera capaz de mantener la concentración suficiente en cada jornada de trabajo para conseguir su nivel de calidad. Por eso le pagaban un sueldo razonable, le saludaban con afecto cuando se lo encontraban en los pasillos de la fábrica y nunca se olvidaban de felicitarlo por el cumpleaños, mandarle a su mujer un ramo de rosas en el aniversario de boda y también, aunque esto era una secreto que no compartían con nadie, darles una propina mensual a los camareros de los salones de té que frecuentaba su empleado, para que pusieran la cara de sorpresa que a este le hacía tan feliz, cuando dominicalmente les pidiera el chocolate con churros.
A cambio, él se entregaba en cuerpo y alma a su tarea. Joaquín, que así se llama este honrado trabajador, era inspector de calidad en una fábrica de preservativos.
En jornadas de siete horas durante seis días a la semana se sentaba en su silla giratoria, ponía las gafas con cristales especialmente diseñados para reducir la fatiga ocular y veía como se hinchaban y volvían a quedar flácidos por efecto de un chorro de aire, los preservativos que le daban de comer. La secuencia se repetía sesenta veces por minuto y él tenía que detectar si alguno tenía algún defecto que pudiera ocasionar a la empresa una quiebra reputacional bien por efecto de una embarazo no deseado o por el contagio de una enfermedad de transmisión sexual. Y Joaquín detectaba sin ningún fallo, durante siete horas, cualquier fallo de fabricación.
A mitad de la jornada, tenía quince minutos para descansar y reponer fuerzas. Después de descargar la vejiga, tomaba un botellín de agua y el bocadillo que le había preparado su mujer. Siempre era una salchicha de Frankfurt, enorme, enhiesta. Le gustaba así para no perder concentración en este breve descanso.
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