Cuando supieron que lo que iba a nacer era una niña, empezaron a pensar que nombre ponerle:
-
Llamarla María, como la madre – decía la abuela,
la abuela materna, claro.
A la futura madre esta solución no le parecía del todo mal, pero
el padre, Alberto, no estaba muy de acuerdo.
-
Yo también quiero que el nombre sea algo mío –
decía cuando hablaban del asunto.
Era su primera hija y los dos la esperaban con mucha ilusión.
La esperaban con ilusión ellos, los abuelos, los tios abuelos y hasta los
vecinos, porque vivían en un pueblo donde los niños escaseaban.
-
Pues yo no la veo llamándose
Alberta-contraatacaba la madre.
Y en eso todos
estaban de acuerdo.
Por fin, un sábado por la noche, cuando estaban viendo en
televisión uno de esos programas a los que no se necesita prestar mucha
atención porque no cuentan nada interesante, encontraron una solución
satisfactoria:
-
Podemos llamarla MIA, M de María y A de Alberto.
-
Y la I.
-
La I es la conjunción copulativa y viene a
cuento por ser copulativa.
-
Pero la conjunción copulativa es con Y – dijo un
tío abuelo que estaba de visita
-
Bueno, no nos vamos a poner exquisitos con la
gramática.
Y quedó decidido que se llamaría Mia.
Llegó al mundo cargada de alegría y como la alegría es
contagiosa, todos la sintieron también. Mia crecía rodeada de cariño y devolvía
a los padres más cariño aún del que recibía, porque era una niña risueña y
cariñosa.
El día que cumplía un año y tres meses, María le dijo a
Alberto:
-
Creo que vamos a ser padres otra vez.
Se lo dijo temiendo que a él no le gustara, que dijera que un
niño trae muchos gastos y esas cosas que se suelen decir para eludir las
responsabilidades. Por eso cuando vio la sonrisa de felicidad en la cara de él,
ella también fue feliz. Y otra vez la ecografía volvió a decir que era niña.
De vez en cuando, cuando miraban a Mia, que crecía feliz como
reina de la casa, les daba un poco de pena pensar que pudiera tener celos de la
hermana que venía en camino y entonces se juramentaban para no hacer nada que
le pudiera dar celos.
Nació el día de San José. Cuando Alberto la vio, pensó que era
igual que Mia cuando nació.
María, aún con dolores, le dijo sonriendo:
-
Es mi regalo del día del padre. Cógela, es tuya.
Y es que con el
parto, no le había comprado ningún regalo.
A Alberto le gustó, se le humedecieron los ojos de alegría y decidieron
llamarla Tuya.
No se confirmaron los temores de los padres, porque Mia desde
el principio tomó a Tuya bajo su protección y esta quiso desde el principio a
Mia, de tal forma que resultaron inseparables. Cuando Mia empezó a la escuela
el otoño siguiente era doloroso verlas despedirse por la mañana y resultaba
entrañable el cariño con el que Tuya recibía a Mia cuando llegaba a casa.
Como es natural, a veces discutían y se querían quitar los juguetes
la una a la otra. Y entonces se desataba un trabalenguas cuyo sentido solo
ellas eran capaces de seguir durante mucho rato:
-
Tuya, la muñeca es mía.
-
No, Mia. La muñeca no es tuya. La muñeca es mía,
Mia.
Y seguían así un buen rato hasta que intervenía algún mayor
que estuviera cerca:
-
Pero bueno ¿de quién es la muñeca?.
Y entonces las
dos, a una sola voz, decían:
-
Es nuestra.
Porque tenían las propiedades y los amores en común, eran dos
cabezas con un corazón.
Pasaron los años y ambas quisieron estudiar Veterinaria,
porque desde pequeñas les gustaban los animales, muchas veces más que algunas
personas.
-
¿Y que vais a hacer cuando terminéis los
estudios? – les preguntaban los padres, o los abuelos o cualquiera que las
viera volver de la capital, tan formales, los fines de semana.
-
Venir para el pueblo y trabajar juntas cuidando
a los animales.
En el último año de carrera, durante las fiestas del pueblo,
conocieron a dos gemelos homocigotos, idénticos como dos gotas de agua. Eran
delgados, de tez morena y mirada franca. Y se enamoraron.
Se llamaban Teodoro y Leonardo, pero todo el mundo los conocía
como Teo y Leo. Eran tan iguales que ni sus padres eran capaces de distinguir a
uno de otro, a no ser que les bajasen los pantalones porque Teo tenía un lunar
en la nalga derecha y Leo no. Vivían en un pueblo distante unos veinte
kilómetros de donde vivían las hermanas y se dedicaban con éxito a la
construcción de todo tipo de viviendas, cuadras, y lo que surgiese.
Como suele pasar en
estos casos, el enamoramiento fue mutuo e inmediato. A la semana siguiente ya
eran novios, Mia de Teo y Tuya de Leo y cuando estas a final de curso
terminaron las carreras, ya estaban hablando de establecerse y casarse sin
muchas demoras.
Teo y Leo, para gastarles una broma y porque tenían a orgullo
ser tan iguales que nadie los distinguiera, trataron en varias ocasiones de
hacerse pasar uno por el otro. Lo hacían con frecuencia con los demás, con los
padres, con las hermanas, con los amigos. Pero nunca fueron capaces de
conseguirlo con Mia y Tuya, que siempre se daban cuenta del engaño.
-
¿Cómo nos distinguís? – les decían ellos.
Mia y Tuya se
miraban y sonreían
-
Intuición femenina.
Y debía de ser verdad. Acostumbraban a salir juntos los cuatro
y ellos iban a buscarlas a la salida de la clínica veterinaria que habían
montado. Tenían la costumbre de saludarse cogiéndose por las manos y llamándose
por el nombre, con el tono cariñoso de quienes esperan pasar toda la vida
juntos:
-
Mia.
-
Teo
-
Leo
-
Tuya.
Cuando los escuchaba alguien que no los conocía, algún
forastero o turista que pasaba por la calle, pensaban que se trataba de un
trabalenguas o una adivinanza, pero estaban equivocados.
Solo era la vida, que regenerada y plena de esperanzas, florecía
con fuerza en cada nueva generación.
Así sea.
5 Comentarios
Amén.Sigues sorprendiéndome.
ResponderEliminarA veces me sorprendo a mi mismo, jajaja
ResponderEliminarSin palabras Angel.. simplemente hermoso!
ResponderEliminarSusurraba el papa de Mia
😁
Precioso
ResponderEliminarGracias a todos por vuestros comentarios.
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí