Entraba a trabajar a las ocho de la mañana. Un trabajo duro que no todos podrían soportar, pensaba Gonzalo con orgullo mientras se cambiaba la ropa de calle por la de trabajo, todavía con rastros de sangre del día de ayer. Ropa impermeable para protegerlo de las salpicaduras, botas de goma para no resbalar al pisar las vísceras de los animales muertos y eso si, su inseparable iPod para escuchar sus grabaciones preferidas mientras llevaba a cabo su trabajo.
El matadero comercial donde trabajaba Gonzalo quedaba a las afueras de la
ciudad, en medio de un descampado donde los camiones descargaban
continuamente las reses a sacrificar. Los colocaban en los corrales donde
les tocaba esperar hasta que decidían sacrificarlos.
- Hola, Gonzalo ¿listo para el trabajo? – le decía jovialmente el encargado
de la sección.
- Yo siempre estoy listo, señor Paco. Ya lo sabe – Y era verdad.
- Bueno, hoy empiezas con la pistola en el corral 8. Que tengas buen día.
- Lo mismo, señor Paco.
Siempre empezaba la jornada en el corral 8 y siempre con la pistola, pero
al señor Paco, el encargado, le gustaba dejar claro que era él quien daba
las órdenes.
La pistola, como decían coloquialmente era el arma que empleaban para
disparar a los animales en la cabeza antes de proceder al degüello. Era una
pistola de bala cautiva que Gonzalo manejaba con precisión y hasta con
deleite.
- Gonzalo, hoy te voy a ganar – le decía Luis desde el corral 7.
-
Ni te lo creas. Apuesta y verás.
-
Vale, el que pierda, paga el bocata de las once.
Siempre apostaban para ver quien mataba más rápido.
- Hecho – Y cargaba la pistola, se ponía los auriculares del iPod y comenzaba
la tarea.
No era un trabajo difícil, aunque requería cierta pericia. Los animales
entraban nerviosos al angosto corral y Gonzalo tenía que apoyarles la
pistola en el cráneo y disparar. El animal perdía el conocimiento y entonces
se abría la valla y alguien desde abajo le prendía las patas atravesándolas
con un gancho y una máquina los elevaba y transportaba a la zona de
degüello. Todos sabían que algunos animales llegaban conscientes, bien
porque el disparo no se hubiera realizado en el lugar preciso o por otras
causas. Pero la cadena no se detenía por este pequeño detalle y con
conocimiento o sin él, se le rajaba la garganta con un cuchillo hasta el
total desangramiento.
Gonzalo escuchaba música clásica, principalmente del periodo romántico,
mientras ejecutaba a los animales. Le gustaba empezar con alguna de las
treinta y dos sonatas de Beethoven, especialmente con la Sonata para piano
nº 14 “Claro de Luna” aunque no despreciaba la temprana Patética, la tempestuosa Appassionata, o la brusca y laberíntica Hammerklavier. Continuaba, cuando ya había cogido el mejor ritmo a la matanza con
Franz Liszt, Felix Mendelssohn, Frédéric Chopin, Hector Berlioz o Johannes Brahms
y terminaba antes del descanso de media mañana con alguna muestra del
romanticismo tardío checo (Smetana, Dvorak), noruego (Grieg), finlandés (Sibelius) o español (Albéniz, Granados). Sin olvidar a la escuela rusa, tan pródiga en músicos románticos
(1).
Después del descanso, en el que recuperaban fuerzas en la cantina del
matadero haciendo honor a un buen filete con patatas regado por agradables
libaciones de vino tino, reanudaba el trabajo, cambiando ahora la pistola
por el cuchillo. La segunda parte de la jornada la dedicaba a degollar a los
animales que ahora aturdían otros, los mismos que antes degollaron a los que
él había disparado.
Para esta segunda parte de la jornada laboral, reservaba la música de su
compositor favorito
Richard Wagner y
especialmente de su monumental obra El anillo del nibelungo. Empezaba por el prólogo El oro del Rin, y después continuaba con las tres jornadas que componían la obra,
La Valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses . Siempre en el mismo orden, que Gonzalo era hombre de rectas costumbres(1)
Mientras degollaba a aquellas reses la música le hacía sentirse casi como un dios en Asgard , pero en el fondo era consciente de que las reses no eran enemigo digno de tal nombre, porque llegaban a su cuchillo sin conocimiento ni capacidad para defenderse.
Por esto y también para no perder práctica y habilidades, durante las
vacaciones y aún algunos fines de semana salía por las noches en busca de
mendigos e inmigrantes indefensos y los degollaba sin darles tiempo a
encomendarse a dios o al diablo.
Una noche, la policía lo detuvo con un cuchillo chorreando sangre en su
mano derecha y un mendigo muerto a sus pies y él no negó los hechos. Sus
vecinos se extrañaron mucho porque lo consideraban una buena persona.
(1) Gracias, Wikipedia.
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