Leonardo llegaba a casa todas las mañanas a las ocho y media, después de
haber trabajado en el turno de noche en una central eléctrica. Siempre hacía
el turno de noche, que sus compañeros generalmente no querían, pero él
prefería no cambiar de turnos porque le degradaban el sueño. Había llegado a
un acuerdo con el resto de los operarios, se repartían el plus de
nocturnidad pero él trabajaba de noche. Cinco días por semana, de doce de la
noche a ocho de la mañana. La central quedaba a diez kilómetros de la villa
donde vivía y a las ocho y veinte entraba a casa todos los días.
Leonardo tenía un secreto, un motivo por el que le gustaba trabajar de
noche. Cuando llegaba, su mujer le tenía preparado un suculento desayuno. Le
esperaba con un salto de cama que a Leonardo le quitaba el cansancio y le
devolvía la ilusión por el día que empezaba. Después de desayunar, se
acostaban y Lucía, que así se llamaba la mujer, le hacía todas las cosas que
había soñado durante la larga noche en la central. Mordía, besaba, chupaba y
le recorría todo el cuerpo con sus mimos y caricias mientras él se dejaba
transportar a un cielo de lujuria marital.
Cuando ya no podía más, entonces Lucía le reclamaba que se introdujese en
ella porque le gustaba llegar a la culminación con Leonardo dentro de su
cuerpo, derramándose en ella.
Después Lucía se vestía y marchaba a trabajar en una ONG donde hacía media
jornada que muchas veces prolongaba de forma gratuita para atender a las
personas necesitadas, porque era una mujer muy cariñosa, considerada con los
que menos tenían y muy responsable, al decir de sus jefes.
Cuando volvía a casa, despertaba a Leonardo, comían juntos y pasaban el
resto de la tarde dedicados a requerimientos del cariño, como salir a pasear
o ir al cine, porque los requerimientos del amor ya los habían satisfecho en
la mañana.
A las once y media de la noche, Leonardo marchaba al trabajo pensando en
los placeres que le esperaban a la mañana siguiente y Lucía se quedaba en
casa, despidiéndole desde la ventana y pidiéndole para que no se retrasara
en volver, porque lo esperaba ansiosa.
A las doce en punto, cuando Leonardo entraba a trabajar, Lucía recibía en
casa a Luis. Luis era la antítesis de Leonardo.
Leonardo la llenaba porque era bueno, previsible, responsable y comedido.
Luis era imprevisible, egoísta, imaginativo, un artista de la vida y de la
cama.
Y de Luis recibía todo lo que Leonardo no le sabía dar, disfrutaba de las
sesenta y cuatro posturas del Kamasutra y de todas las enseñanzas del Ananga
Ranga. Y después Luis le hablaba de todos los sitios donde ella sabía que
nunca la iba a llevar, los regalos que estaba segura que nunca le iba a
hacer y los sueños que nunca iba a hacer realidad. Y dormían juntos,
enlazados hasta que el despertador tocaba a las ocho de la mañana y Luis
desaparecía de su vida antes de que llegase Leonardo. Eso si algunas veces,
no siempre, le golfeaba cincuenta euros para pagar alguna fantástica deuda
pendiente, que en realidad gastaba en marihuana porque en el fondo era un
fumeta sin mayores ambiciones.
Entonces Lucía cambiaba las sábanas, se ponía un salto de cama, preparaba
el desayuno y después hacía que Leonardo se le vaciase dentro,
porque le gustaba pensar que
los dos hombres de su vida mezclaban su semilla dentro de ella. Últimamente
pensaba mucho en dejar de tomar la píldora para quedar embarazada y no
averiguar nunca quien era el verdadero padre.
Un jueves que Leonardo había salido a cenar con Lucía a un restaurante,
empezó a sentirse mal al llegar a la central. A las dos de la mañana no pudo
resistir más los embates de la gastroenteritis que suponía había pillado en
el restaurante, llamó a un compañero para que lo viniera a sustituir y
marchó para casa. Esperaba que Lucía le diese algún remedio, pero cuando
llegó a casa lo que le dio fue un disgusto, porque la encontró abrazada a
Luis, los dos desnudos en su propia cama.
- Lucía ¿Cómo puedes hacerme esto?
No esperó la respuesta, porque tuvo que salir urgentemente al váter. Al
poco rato, entró Lucía en el cuarto de baño con una infusión para aliviarle
la posible deshidratación originada por la gastroenteritis. Leonardo solo
acertaba a repetir:
- ¿Por qué, Lucía, por qué?
Y Lucía le contó por qué, le contó lo feliz que la hacían los dos y hasta
su proyecto de quedar embarazada sin saber cuál de los dos era el padre.
Leonardo la escucha mientras literalmente se iba por la pierna abajo y
alternaba la sorpresa, la incredulidad, el enfado y las lágrimas.
- No llores, tonto. Verás cómo seguimos siendo felices.
Pero cuando se recuperó, Leonardo no admitió ninguna negociación con Lucía
y exigió el divorcio. Se le rompió el corazón, pero se mantuvo firme porque
sabía que nunca iba a admitir las componendas de la pécora.
No volvieron a verse hasta el día que tuvieron que ir a firmar al juzgado
los papeles de la disolución del matrimonio. Firmó ella primero y salió y
después firmó Leonardo.
Al salir del despacho se encontró con Lucía, que le esperaba y se encaró
con él.
- Desde luego, Leonardo, nunca creí que pudieras ser tan intransigente.
Él la esquivó y bajó sin mirar atrás las escaleras de la sede judicial.
Cuando llegó abajo, se dio cuenta que se había cagado.
6 Comentarios
La realidad está sobrevalorada, nada es lo que parece 😱🤣🙉🙈
ResponderEliminarTodo depende de la perspectiva, jajaja
ResponderEliminarEra normal que le pudiese el divorcio. Pero que el pobre tuviera que hacerse caca encima, eso pasa a mayores. Me gustó el relato. Saludos
ResponderEliminarSeguramente se hizo caca encima por no cagarse directamente en todos sus muertos. Gracias por el comentario
EliminarEs que sin duda, es para cagarse, jajajaja
ResponderEliminarComo le dije a Nuria, era para cagarse...en todos sus muertos. Pero Leonardo es un hombre prudente. Gracias por tus comentarios
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí