Después de cuatrocientos kilómetros conduciendo sin pausa,
necesitaba repostar y tomarme un pequeño descanso. Paré en un área de servicio
y después de llenar el depósito entré en la cafetería y me senté delante de un
café solo con mucho azúcar y un donuts gigante. Necesitaba darle algo de gusto
al cuerpo.
Decidí que el descanso duraría quince minutos, tampoco me
convenía entretenerme mucho porque no sabía si ya habrían saltado las alarmas y
podrían estar buscándome.
Mientras pensaba en esto y otros asuntos importantes para mi,
me invadió de forma desagradable una conversación proveniente de la mesa de
enfrente. Provenía de un hombre y una mujer que reñían a un niño de seis o
siete años. Eran una pareja que rondaba la cuarentena, él con aspecto
funcionario de bajo nivel, de los que se creen investidos de un poder que nadie
les confirió y ella la típica madre de mediana edad, probablemente cajera de un
supermercado o auxiliar de clínica, eran de esas personas que se visten en Zara
y miran por encima del hombro a cualquiera que no lleve ropa con etiqueta
reconocible. Reñían al niño de manera maquinal y continua, como si fuera una
muestra de buen gusto, costumbre muy común entre la gente de clase trabajadora
desclasada con ínfulas de clase media:
- Samuel, siéntate bien – decía él hombre, con gesto
circunspecto como quien oficia un rito solemne .
- Samuel, no sorbas el colacao – contraatacaba la mujer, con el
gesto adusto de las madres que ven como algo natural amargarles la vida a los
hijos.
- Samuel, suénate las narices…
- Samuel, abróchate el abrigo, no vayas a coger frio…
- Samuel, ten cuidado, acabas de manchar el abrigo…
Creí que el continuo atosigamiento del pobre crío le crearía
una situación de angustia o malestar, pero en un momento determinado me miró de
frente, estaba sentado de cara hacia mí mientras sus padres me daban la espalda.
No había ningún gesto de malestar en su mirada, solo un inequívoco gesto de
complicidad, como si me estuviera diciendo:
“Tienes que perdonarlos, son así pero en el fondo no son mala
gente”
Le correspondí con una sonrisa de comprensión y un guiño.
Cuando transcurrieron los quince minutos que había fijado, me levanté para
dirigirme al coche y reanudar el viaje. Dudé en decirles algo a la pareja,
interceder por el chaval, pero pensé que era mejor no meterme en lo que no me
importaba.
Como cualquier viajero, antes de subir al coche fui al
servicio y cuando salí me encontré al crío esperando al lado de la puerta del
automóvil.
-
Me llamo Samuel – dijo
-
Ya lo sé, tus padres te llamaron por tu nombre
varias veces.
-
¿Vamos?
Me sentí un poco confuso, solo acerté a
decirle:
-
Son tus padres…
-
Qué más da, dijo. No me echarán de menos
-
Saldrán a buscarte…
-
Tardarán un rato en poder arrancar – Y
sonriendo, sacó la llave del coche de su padre y la tiró a una alcantarilla de
desagüe.
-
Si, tardarán – dije yo, sin saber qué otra cosa
podría decir.
Arrancamos y encendí la radio.
Me encuentro a gusto en compañía de
Samuel, pero estoy seguro de que tarde o temprano me dejará abandonado en
cualquier área de servicio.
Imagen de Lisa Johnson en Pixabay
4 Comentarios
¿En serio?
ResponderEliminarMadre mía, tela con el crío, pero el adulto... Secuestro de un menor.
No está claro quien secuestró a quien.
ResponderEliminarEstá claro que Samuel acabará matando a sus putos padres. Quizás con una katana.
ResponderEliminarPuede que algún día vuelva a a aparecer por mi blog. Quién sabe...
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí