Cuando tenía tres años, la madre de Carolina le puso unos
zapatos de tacón que compró en el Rastro, unos zapatos de claqué de un disfraz
de bailarina, para sentir a Carolina cuando se colaba silenciosamente en su
habitación.
La madre se llamaba Rosi aunque Carolina siempre le decía Toti
porque era un poco torpe de palabra. Cuando la abandonó el marido poniendo como
pretexto que no soportaba más su continua cháchara a todas horas, se encontró
sin oficio ni beneficio, con una niña pequeña y sin ingresos. Ella no era mujer
de fregar suelos ni limpiar la mierda de los demás, así que para hacer frente a
los gastos de la casa y a los suyos, empezó a recibir en casa a señores que
llegaban, se sorprendían de encontrar a una niña jugando en el salón, le
sonreían, le daban un par de euros para comprar caramelos y después se
encerraban con Rosi en la habitación mientras la niña se entretenía en el salón
con sus juguetes. Pronto Carolina sintió curiosidad por saber que hacían
aquellos señores con su mamá y un día se aproximó descalza para no meter ruido
y abrió la puerta despacio, muy despacio. El señor y la mamá se habían quitado
la ropa y estaba jugando a algo que no entendió, porque él tenía la cabeza
entre las piernas de mamá y ella la tenía entre las piernas del señor. A
Carolina le pareció divertido y cuando se estaba quitando la ropa para ponerse
a jugar con ellos, la mamá se dio cuenta de su presencia y Carolina no entendió por qué se puso a chillar
y se tapó con la sábana mientras el señor cogía su ropa y salía
precipitadamente.
A partir de entonces la madre le ponía zapatos de tacón para
sentirla llegar si se aproximaba a la habitación mientras estaba con un señor.
Y la enseñó a taconear con fuerza para sentirla aproximarse.
Carolina le cogió gusto al zapateado y pegaba pisotones contra
el parquet con sus zapatitos de claqué. Los que ya no estaban tan contentos
eran los vecinos de debajo y aún los de arriba y de los lados, que aunque
protestaron ante la madre como suele pasar en estos casos no consiguieron nada,
porque si durante un día o dos parecían disminuir los zapatazos, al siguiente
llegaba un señor de visita a casa de Rosi y los zapatazos volvían a repetirse.
Es cierto que en vez de esta peregrina solución, la mamá podía haber puesto un
pestillo en la puerta de su habitación, pero no se le ocurrió y Carolina estaba
tan contenta con sus zapatitos, que no se atrevió a quitárselos por no romperle
el corazón.
Cuando empezó al colegio, Carolina amenazó a la mamá con una
pataleta diaria si le quitaba los zapatos de tacón para ir a clase. Así que
Rosi transigió y en el colegio le dijo al director que la niña tenía un
problema en los pies y que necesita usar aquellos zapatos ortopédicos.
Carolina, que fue creciendo pero poco y tenía las piernas
torcidas por obra de los tacones y un culo grande por herencia de su madre,
aprendió que los zapatos podían ser un arma letal para defenderse de los
compañeros y también de alguna compañera, por su maña para pegar patadas en las
zonas blandas de los oponentes. Fue en el colegio donde los niños empezaron a llamarla
“Taconinos” y pronto el mote se extendió por el barrio y Carolina lo llevaba
con orgullo, como si fuera un galardón o un título.
Cuando acabó la ESO encontró trabajo en un supermercado donde
lo mismo hacía de reponedora que de cajera. A Carolina le habían crecido las
tetas y el culo pero las piernas se le habían torcido de forma irremisible,
pero era un espectáculo verla caminar por los pasillos del supermercado siempre
con sus zapatitos de tacón, marcando cada uno de sus pasos con un sonoro “toc, toc”.
Resultaba molesto para sus compañeros de trabajo y para la encargada de la tienda, pero
Carolina igual que su madre, era habladora y dicharachera y caía bien a los
clientes, que solo tenían que soportar el taconeo mientras estaban haciendo la
compra y no durante toda la jornada laboral como sus compañeros. Así que mal
que bien, Carolina se consolidó en su puesto de trabajo y con el tiempo su
claqueo y su cloqueo se hicieron tan habituales que sus compañeros de trabajo
no asociaban sus dolores de cabeza cuando volvían a casa con la compañía diaria
de Carolina.
Carolina también volvía a su casa después del trabajo. Por la
mañana cuando salía a trabajar, siempre compraba un cupón al ciego de la
esquina que se lo tenía ya listo y preparado porque la sentía llegar por el
ritmo de su taconeo. Al regresar a la hora de comer y por la tarde al terminar
la jornada, el ciego conocía por los pasos de Carolina cuando era su hora de
comer y después de cerrar el negocio por aquel día. No necesitaba reloj.
Vivía en una buhardilla
a cuatro manzanas del trabajo, y a temporadas tenía un novio viviendo con ella
y otras veces estaba sola. No le duraban mucho los novios, no sabía bien por
qué. A veces pensaba que si su costumbre de poner la radio cuando llegaba a
casa y bailar al ritmo de la música mientras preparaba la comida, la cena o
hacía las labores del hogar no los desquiciaría un poco. Pero no estaba dispuesta
a que sus zapatos dejasen de claquear y
no era consciente de que desde que se levantaba por la mañana hasta que se
acostaba, conseguía desesperar a sus vecinos de abajo, a los vecinos de al lado
y en general a todos los vecinos del edificio porque tenía la costumbre de
bajar y subir las escaleras andando, o mejor habría que decir taconeando. También
sus compañeros de trabajo, sus jefes y sus novios estaban bastante hartos del
claqueo de Carolina.
Una mañana, bajando las escaleras, cuando transitaba entre el
tercero y el segundo cayó y bajó dando tumbos por los dieciséis escalones del
tramo y al llegar al descansillo rodó sobre el siguiente tramo de catorce
escaleras entre el segundo y el primero. Además de las magulladuras, los gritos
que pegó y el desagradable espectáculo de quedar espatarrada con sus piernas
torcidas y su culo enorme en posición de presenten, Carolina rompió la tibia y
el peroné de las dos piernas. El médico le dijo que tendría que permanecer
escayolada y sin caminar durante al menos dos meses. El médico vivía en el
tercero izquierda de su mismo edificio.
No se supo lo que originó la caída. Carolina dijo que había
sentido como si tropezara con una cuerda o similar que la hizo caer, pero nadie
la vio aunque es normal, porque tardaron varias horas en salir a mirar a ver si
había alguna trampa puesta en la escalera.
Todos los vecinos, los conocidos, los compañeros de trabajo y
hasta su novio actual se alegraron de la inmovilidad de Carolina.
Solo en ciego de la esquina echó de menos sus taconeos y rezó
a varios santos para que se recuperara pronto.
Se recuperó después del periodo prescrito por la medicina,
pero algo debieron de hacer los santos, porque a los quince días del accidente
Carolina ya claqueaba con las fundas de dura escayola de sus piernas que
terminaban rematadas en una gruesa suela de hierro que protegía las plantas de
sus pies y destrozaba los nervios de los vecinos.
2 Comentarios
Jajaja, soberbia historia.
ResponderEliminarMuchas gracias. Que me miras con buenos ojos, jajaja
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí