Cuando la crisis se dejó ver en Agosto de 2007, no hicimos
caso ni creímos que nos fuera afectar.
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Es el sistema bancario americano, en Europa todo
va bien – decíamos con satisfacción mientras comíamos en restaurantes donde no
hay menú del día.
Seguimos gastando alegremente. Firmé una hipoteca a treinta
años para comprar una casa unifamiliar en una urbanización solo apta para gente
con posibles. O gente con capacidad de endeudarse, como yo. Mi agencia
inmobiliaria vendía pisos como nunca y cobraba comisiones como siempre. El
dinero fluía, aquel año veraneamos en el Caribe, solo comprábamos ropa de
primeras marcas que pagábamos con tarjeta de crédito y salíamos a cenar todos
los sábados y muchos fines de semana hacíamos escapadas al campo o las playas.
Y por supuesto, en otoño adquirimos por renting un BMV X-5 con tracción total.
Nunca lo llevábamos al monte, pero sin un todo-terreno aparcado en el jardín no
eras nadie. Total, las comisiones mensuales por las ventas alcanzaban para
pagar la hipoteca, el renting, las tarjetas de crédito y los gastos. Y si
teníamos algún desfase de tesorería, pedíamos un préstamo a nombre de la
empresa.
En Enero de 2008 nos explotó en nuestras narices la crisis
bursátil y aunque con el buen tiempo parecían haberse calmado las aguas
revueltas de la economía, la crisis de liquidez de Septiembre y la nueva crisis
bursátil de Octubre nos metió el miedo en el cuerpo y las caídas en cadena de
los negocios, sobre todo de los negocios que dependían del consumo y la
construcción se agravaron exponencialmente. Y aquellos que no tenían reservas,
que no estaban implantados sólidamente, pronto se vio que no iban a sobrevivir.
Entre ellos el mío.
En 2009 me quedé sin empresa, sin ahorros y sin mujer. Leticia
era una muñeca, una chica preciosa hecha para el lujo y el glamour y no pudo
soportar mi ruina. Desapareció un día y al cabo de una semana vino a recoger
sus cosas en un automóvil con chófer. No me dijo dónde estaba ni yo le
pregunté.
Y como no podía ser de otra manera, en 2010 me embargaron la
casa por no pagar la hipoteca. Me quedé en la calle. A partir de entonces todo
fue más sencillo, dejé de pelear por salvar algo del hundimiento, dejé de
lamentarme y me adapté a mi nueva vida. Pronto aprendí donde dormían los que no
tenían techo, como protegían en la calle sus pocas posesiones. Aprendí a pedir
y a escoger una esquina que no estuviera ocupada por alguno de los grupos
mafiosos que nos explotaban. Y pronto supe que para que te recibieran bien en
los tugurios donde dormían los que no tienen donde dormir era mejor aportar
algo, un par de botellas de vino barato, cualquier licor o comida para
compartir. También aprendí que bebiendo una o dos botellas de vino dormías
mejor, no pasabas tanto frío y por un rato te sentías el rey del mundo, aunque
al día siguiente tuvieras que soportar una molesta resaca. Yo antes, en los
buenos tiempos, cuando estaba de bajón me consolaba con una raya de cocaína,
pero ahora eso estaba fuera de mis posibilidades. Y la resaca no era mejor que
la del vino.
Es cierto que mi vida cambió y si alguien pensara en mí,
supondría que estoy amargado y sufro por la degradación social. Pero nada más
lejos de la realidad.
Mi vida es tranquila, alcohólica y previsible. No es mejor,
pero tampoco peor que mi vida anterior.
De día busco alguna prenda de ropa en la basura, o en los
contenedores de Cáritas cuando necesito sustituir con nuevos harapos los
harapos que ya no resisten más mojaduras. Y pido limosna para comprar bebida y
si me sobra, para comer.
Solo deseo tener algo que beber y que comer cuando me reúna
por la noche con los colegas. Los invito y me invitan, bebemos y luego
dormimos.
¿Puedo pedir más?.
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