Como todas las noches la
besé en el cuello, pero aquella no iba a ser una velada como las demás. Le pedí
que se diera la vuelta dándome la espalda y ella inocente y puede que
expectante, me obedeció sin ninguna objeción. Yo, que tenía una idea muy clara
de lo que iba a hacer, solo puedo decir en mi descargo que la pasión y el vicio
me cegaron.
El contemplar aquellas
partes carnosas y tibias, aquella tentación
epicúrea pero equilibrada en su
simetría, activó mi sensualidad y me alentó
a cumplir mi propósito inicial.
Cuando ella se dio cuenta de
mi propósito lanzó un pequeño grito de alarma, pero ya era demasiado tarde.
Pasando mis brazos por delante
de sus pechos acababa de robarle aquellas dos magdalenas grandes y recién hechas
que reposaban en la bandeja situada justo delante de ella, en la mesa de la
cocina.
Nunca supe resistirme a un
buen postre. Y aquella noche, tampoco.
2 Comentarios
Seguro que la mujer no las quería compartir y pasó lo que pasó.
ResponderEliminarYa se sabe. Las mujeres...
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