Otra tarde de domingo triste, gris, sentado en el sofá, sin
nada que hacer más que ver una película de serie B y pensar en el lunes. El
lunes cuando se reinicia el ciclo de la rutina, que nunca se interrumpió porque
si se piensa bien, los fines de semana son la continuación de la rutina por
otros medios.
A las doce de la noche no podía conciliar el sueño, así que me
puse mis zapatos de agua, cogí un paraguas y salí a dar un paseo.
La ciudad estaba casi vacía. Las luces de las viviendas
estaban en su mayoría ya apagadas porque los domingos no toca tener relaciones,
que para eso están los sábados. Los domingos toca acostarse temprano porque el
lunes hay que madrugar para ir a trabajar y hasta los niños se acuestan pronto
y dan menos lata que otros días. Malditos lunes…
No me crucé con casi nadie y la poca gente que andaba por la
calle a esa hora, eran mayoritariamente seres asociales, marginales, jóvenes y mayores que no iban a trabajar ni
estudiar al día siguientes, deshechos de andar vacilante y ojos turbados por la
última raya del día, o las últimas cervezas o mejor todo junto y mezclado, para
idiotizarse y olvidar que viven en una
sociedad idiota.
Pensaba en estas y otras tonterías similares, pensamientos
propios de un carácter depresivo que ha dejado de tomar la medicación o puede
que de un ser lúcido que ve la vida como realmente es para la mayoría, cuando
casi sin reparar por donde caminaba entré en el parque. En mi ciudad, cuando se
dice el parque todos sabemos a que parque nos referimos. Solo hay uno que se
pueda llamar así.
Si las calles estaba
casi vacías, el parque era la sombra fantasma de un lugar sin vida, donde las
luces había huido hasta la mañana siguiente y las sombras eran dueñas y señoras
del paisaje.
Fruto de la humedad ambiente y la ligera lluvia que a pesar
el paraguas me mojaba los brazos y las piernas, sentí necesidad urgente de
orinar y me puse a hacer mi micción a la sombra de un árbol centenario. Arrimé
el paraguas a un banco cercano y cuando terminaba de vaciar la vejiga, noté un
frío metálico en mi cuello y una voz rota y aguardentosa, que dijo detrás de mí:
-
Haver, cabrón, dame todo lo que lleves – lo dijo
así, aspirando la hache inexistente y no respetando el espacio debido entre la
a y la v.
Había salido de casa sin pensar en que podía atracarme y se
lo dije así al ladrón nocturno. No llevaba cartera ni dinero ni joyas, que
nunca uso nada de valor.
-
Pues te rajo, cabrón. Dame lo que lleves o te
rajo.
Solo pude encontrar un billete de 10 euros arrugado en el bolso del pantalón.
El delincuente se fijó en mi mano derecha, donde llevo la alianza de oro en
recuerdo de mi matrimonio ya fracasado hacía más de una década.
-
Dame el anillo, rápido, o te corto el dedo – me
dijo mientras se guardaba el billete dentro de un guante mugriento y roto que
llevaba en la mano izquierda.
En el fondo debería agradecerle que me librase del recuerdo
de aquel episodio de mi vida y sin duda lo hubiera hecho así si el chorizo no
hubiera empezado a temblar en aquel momento. Temblaba como un poseso y resbaló
por la corteza del árbol hasta quedar sentado justo encima de los restos de la
evacuación de mi vejiga.
Sin duda, era un ataque originado por el mono de su droga
habitual, fuese cual fuese. Pero si hay algo que no puedo soportar es la gente
que no sabe hacer bien su trabajo.
No lo dudé un momento, cogí mi paraguas y le di un fuerte
golpe en la mano que llevaba la navaja (y mi alianza). Ambas fueron impulsadas
fuera del alcance del individuo, que seguía temblando víctima de sus vicios.
Saqué un pañuelo de papel y cogí la navaja con cuidado de no
dejar huellas. Se estiró hacia mí tratando de coger su arma y eso hizo que todo
el torso izquierdo quedase a mi alcance. No lo apuñalé, porque no tenía la
pericia suficiente para hacerlo de forma adecuada. Simplemente apoyé la navaja
en lo que calculé que era su quinto espacio intercostal y apreté. La hoja entró
limpiamente y juraría que percibí como rompía las paredes de su corazón.
Miré a mi alrededor. No había nadie a la vista.
Ya iba a marchar, cuando recordé el billete de 10 euros. Me
cubrí la mano con otro pañuelo de papel para no dejar huellas y le quité el
guante, rescatando el billete. Y entonces pensé que era mi primer asesinato y
que estaría bien tener un recuerdo.
Extraje la navaja de la herida abierta, la envolví en un par
de pañuelos de papel (siempre llevaba conmigo un paquete cuando salía de casa)
y marché tranquilamente.
Cuando llegué a casa me sentí bien. Todo el tedio que había
sentido durante la tarde había desaparecido y sentí una tormenta de adrenalina
corriendo por mis venas.
Una vez en la cama, antes de quedarme dormido, decidí que el
próximo domingo por la noche también saldría.
1 Comentarios
Hay que tomar el relevo y que los aficionados sean sustituidos por los profesionales.
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí