Su primer papel fue en una obra del instituto y desde aquel momento, con la emoción de los aplausos, decidió ser actor.
No fue fácil, pero se abrió paso en ese mundo complejo. Partía con pocos tantos a su favor, ni antecedentes familiares, tampoco tenía el físico de un galán, pero su tesón fuera de lo común le ayudó a convertirse en un actor profesional. El nombre de Samuel Fernández empezó a tener peso propio en el mundo del teatro.
Preparaba los papeles a conciencia, cuando tuvo que interpretar a un cocinero estuvo durante un mes trabajando en un restaurante como pinche de cocina, catorce horas diarias y desde entonces se aficionó a la cocina y sus amigos aprecian sus invitaciones gastronómicas.
Hizo una película de gran éxito sobre la vida de un boxeador. Durante los meses anteriores al rodaje fue diariamente a un gimnasio de boxeo, se entrenó todas las mañanas durante cuatro horas e incluso llegó a debutar en una pelea como aficionado. Después de rodar la película siguió practicando en el gimnasio y con frecuencia invitaba a sus amigos a hacer “guantes”. Todos dicen que es ágil, rápido, que esquiva bien y pega duro.
Siempre prepara sus papeles a fondo, se identifica con ellos y por eso resulta creible, sincero y natural cuando interpreta.
El año pasado le ofrecieron un papel de esos que consagran a un actor, un papel dramático a la que vez que tierno, una historia de amor de una pareja gay, una historia dura pero con final feliz.
Dijo al productor que se lo ofreció que lo tenía que pensar.
Pero finalmente constituyó el mayor éxito de su carrera artística.
Algunos de sus amigos han dejado de aceptarle invitaciones a cenar en su casa. Otros, no.
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