Cuando se quedó viudo, ya hacía seis años que le habían diagnosticado el maldito Alzheimer.
61 años de matrimonio y de amor y 6 años luchando contra Alzheimer. No nos dio tiempo a llorar a mi madre, porque desde el primer minuto él nos necesitaba 24 horas al día, necesitaba 24 horas diarias de cariño, de ayuda. Pero cada minuto que le dedicábamos a mi padre, era también una forma de recordarla, cada día, cada momento.
¿Cómo llevar semejante carga?.¿Como pedir a mi mujer, su nuera, que le dedicara años de su vida, que sacrificara los que probablemente iban a ser los mejores del resto de su vida?. Y mi hermana pequeña, su hija, recién divorciada y en paro ¿Cómo pedirle que renunciara desde ya a rehacer su vida?. No hizo falta pedir nada, porque desde el primer momento asumieron esa maternidad subrogada, ese ser madres de los padres. Desde el primer momento, incluso antes, cuando supimos que un cáncer cruel iba a derribar esa fortaleza que era mi madre, siempre estuvieron ahí, al pie del cañón.
Y yo en medio, tan inútil, tan sin saber qué hacer. Y tuvimos que aprender los tres, porque Samuel estaba ahí, necesitándonos, desde el primer minuto.
Ahora me doy cuenta de que mi padre no volvió a salir a la calle por su pié desde que murió mi madre, Carmina, su mujer. La naturaleza, que a veces no se sabe si es misericordiosa o cruel, hacía que se olvidase durante largos periodos de que Carmina había muerto, y cuando lo recordaba, nos preguntaba; ¿Dónde está Carmina, donde está mi mujer?. Y que le dices, como lo consuelas de esta pérdida que para él se repetía periódicamente, sin darle tregua.
Y desde el principio, Samuel sentado en la silla de ruedas y sus dos acompañantes, mi hermana y mi mujer que mucha gente creía que eran hermanas, porque siempre las veían acompañando a Samuel, cuidando a Samuel, dando cariño a Samuel y dándose fuerza mutuamente, fuerza para que la silla siguiera llevando cada día a Samuel a pasear, a destilar cada día la poca vida que le iba quedando.
Mucha gente del barrio lo saludaba por la calle, porque a mi padre lo quería toda la gente buena.
¿Qué tal estás Samuel?
Bien, muy bien. Gracias a Dios la salud me respeta.
Por aquella época, ya le resultaba difícil recordar los nombres o la relación que tenía con los que le saludaban:
¿Quién es el que te saludó, papá?
No sé, no lo conozco.
Otras veces trataba de encontrar una salida:
Si, hombre. Es de aquí de toda la vida – Pero ya no sabía quién era.
Si en la calle era la silla de ruedas, en casa había que ayudarlo a desplazarse, con un andador y uno de nosotros acompañándolo, al váter, a comer, a lo que fuese.
Y para ayudarlo y que no se sintiese mal por no poder caminar solo, cantábamos con él;
Uno, dos, tres y cuatro
Samuelito tiene un gato
Que lo lleva de paseo
Ay, que gatito tan feo.
Casi sin darnos cuenta, lo empezamos a identificar con el abuelo que algunos no conocimos, porque nacimos demasiado tarde o murieron demasiado pronto:
Güelito, dame un beso.
Güelito, abre la boca para tomar la pastilla
Hala güelito, vamos al baño
Güelito, güelín, pero a veces no bastaba. A veces, cuando nos miraba con aquellos ojos azules de niño, y nos decía;
Os quiero mucho. ¿Por qué me queréis tanto?
Entonces teníamos que encontrar un nombre que encajase en aquel abuelo con la mirada inocente de un niño. Y lo rebautizamos como el “bebetón”.
Y fueron pasando las estaciones y los años. Casi cada año le daba algún achuchón que hacía que los médicos nos dieran pocas esperanzas por la cantidad de problemas de salud que acumulaba. Pero siempre salía adelante y cuando lo traíamos de vuelta a casa, lo sentábamos en su sofá. Él nos sonreía y decía:
Que bien se está en “casina” – Y todos estábamos de acuerdo.
Cuando veníamos de dar un paseo, Samuel navegando como un almirante por las calles del barrio montado en su silla de ruedas, pasábamos cerca de un muro donde había varias pintadas. Un día al pasar por allí nos dijo con toda seriedad:
A veces la locura es la única forma de sobrevivir.
¿Qué dices güelito? Estás hecho un poeta.
No, hombre, no. Que lo pone ahí – dijo señalando al muro
Nunca perdió la capacidad de leer aunque a veces ya no entendía lo que estaba leyendo.
La primavera del año que cumplió 88, lo alcanzó una neumonía. Y no pudo superarla.
Al cabo de unos días de haber muerto, me paró una vecina del barrio para darme el pésame, y con toda su buena intención, me dijo:
Podéis estar orgullosos de lo que lo cuidasteis.
Le di las gracias, pero estaba equivocada. Era él quien nos daba el cariño a nosotros, era él quien desde su silla de ruedas cuidaba de nosotros.
Pasó un año, y lo echamos de menos. Todos los días.
Hoy crucé por delante del muro de las pintadas. El Ayuntamiento las había limpiado todas.
Sentí como si me hubieran quitado una parte de su historia.
2 Comentarios
Lo que hacen los años con nosotros... y las enfermedades. Encima, por una vez, el Ayuntamiento fue eficiente y cumplió con sus muchas obligaciones.
ResponderEliminarSi, por una vez, la vez que no hubiera hecho falta que lo hiciese
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí