Cuando en la ciudad se hablaba del doctor Luis Lozano los hombres no podían reprimir un sentimiento de envidia y las mujeres un cosquilleo en el bajo vientre y una sensación de ansiedad en el pecho. Entre amigas íntimas era frecuente que se cruzaran una mirada de complicidad.
Era sin duda el ginecólogo mejor reputado de la provincia:
Una eminencia – coincidían tanto hombres como mujeres.
Y no era para menos. La mujer del alcalde le debía la vida por un diagnóstico precoz de cáncer de mama, una sobrina del obispo había conseguido engendrar de su marido con más de cuarenta años y múltiples intentos gracias al tratamiento innovador del doctor, y como estos, múltiples testimonios daban fe de sus capacidades científicas.
Era hijo único de un juez de primera instancia que ejerció en la ciudad hasta su jubilación y a decir de las amigas de su madre, creció guapo y listo. Según su propio criterio fue feliz desde sus primeros recuerdos.
Siempre le atrajo la medicina en sus diversas variantes y especialmente la anatomía de las mujeres, tan distinta de la suya propia.
Tenía nueve años cuando pasó una semana con su madrina, debido a un viaje que el juez tenía que realizar por motivos profesionales.
Su madrina era una mujer guapa y todavía joven, mejor amiga de su madre desde los tiempos en que iban juntas al colegio. Daba clases de Análisis Matemático en la Facultad de Ciencias Exactas y lo quería con la pasión que las mujeres que no quieren hijos depositan en sobrinos, ahijados y otros grados de parentesco.
Por miedo a que el niño pudiera hacerse daño al quedar solo, dejó la puerta del baño abierta mientras se duchaba. Luisito se a quedó mirando mientras se secaba y le dijo:
Madrina, no tienes pirula.
No, Luisito, las mujeres no la tenemos.
Si quieres, te dejo yo la mía, madrina.
Y claro, Luisito estudió medicina y se especializó en ginecología. Sacó la carrera de forma brillante y tuvo desde el principio una selecta clientela que fue aumentando en la medida que crecía su fama, sobre todo por lo acertado de los diagnósticos.
Tiene ojo clínico – decían todos y todas. Y era verdad.
Era el yerno que haría feliz a cualquier madre. Pero él estaba muy ocupado con su trabajo, que le apasionaba y aunque tonteaba con las solteras más apetecibles de la ciudad, se resistía a atarse a ninguna.
Las murmuradoras profesionales decían en voz baja que para que iba a atarse a ninguna mujer, si las tenía a todas abiertas de piernas en su consulta y además cobraba por ello. Pero lo cierto es que jamás ponía en peligro su reputación profesional. Cuando alguna se le insinuaba y sucedía con cierta frecuencia, él la invitaba a cenar a su casa y allí pasaba lo que pasaba, pero jamás tocó en la consulta a ninguna mujer que no fuera de forma estrictamente profesional. Eso sí, antes de citarlas en su casa les realizaba una analítica completa para asegurarse de que no tenían ninguna enfermedad de transmisión sexual y en varias ocasiones se vio obligado a rechazar a alguna pretendiente de buena familia.
Nunca comentaba nada respecto a sus pacientes, ni con sus más íntimos amigos y aún menos con sus compañeras de cama.
Únicamente cuando alguien le decía que envidiaba su trabajo, él decía invariablemente:
En la consulta no veo mujeres, solo pacientes.
Y era tan sincera su voz, tan franca su expresión y tan alta su reputación, que los maridos de toda la provincia se sentían confortados por que fuera él quien examinase íntimamente a sus mujeres.
Es cierto que sus pacientes, y solo con sus amigas más íntimas, comentaban que sus manos parecían acariciar cuando las exploraban, hasta hacerlas sentir un estremecimiento. Pero jamás ninguna se había sentido incómoda durante el examen y nunca el doctor las había requerido para nada que no fuera absolutamente profesional.
Y algunas suspiraban al decir esto.
En la ciudad se conocían las “aventuras sentimentales” del médico, al igual que se conocían las de toda persona medianamente importante, porque como pequeña capital provinciana, era transparente en sus secretos y capilar en sus murmuraciones. Pero nunca había mancillado la reputación de una mujer casada ni hablado mal de ninguna mujer soltera. Era un caballero.
Fueron pasando los años y cuando cumplió los cuarenta su fama era ampliamente reconocida y seguía siendo tan alto, tan guapo y sin duda el mejor partido de la ciudad.
Una noche, en Comisaría recibieron una llamada al filo de las dos de la mañana, para que se personase una dotación en un conocido bar de ambiente donde se había producido una pelea con heridos.
De mala gana, el comisario Rodríguez mandó la patrulla requerida:
Cuando volvieron, examinó la diligencia con desgana hasta que llegó a la lista de los testigos que se encontraban en el bar. No se lo podía creer y llamó al sargento que había redactado el informe:
¿Quién es este Luis Lozano que aparece entre los testigos?
Es el médico, señor. El ginecólogo.
¿Cuándo están citados a declarar?
Mañana a las diez, señor comisario.
Bien, retírese.
Se conocían desde los tiempos en que habían estudiado juntos en el colegio de los jesuitas y no se podía creer que Luisito, como lo llamaba, estuviera en un bar de ambiente gay. Decidió que le tomaría la declaración él mismo y en su despacho.
A las diez en punto, apareció en Comisaría. Impecablemente vestido y sonriente, pasó al despacho del Comisario, que cerró la puerta.
Pero Luisito, no me lo puedo creer ¿Qué hacías en ese bar?
Luis se le quedó mirando con esa expresión franca y directa que enamoraba a sus pacientes:
La verdad, Pedro. Estoy harto de ver coños – Y sonrió.
3 Comentarios
good
ResponderEliminarVeo bien que amplíe sus horizontes y que desee ahondar en el mundo del falo.
ResponderEliminarHay una corriente de opinión que dice que en la variación está el gusto. Seguro que nuestro ginecólogo era de la misma opinión
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí