Siempre sentí envidia de los manitas. Yo soy un desastre para los trabajos manuales
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Estaban en plena crisis
de los cuarenta y es que en cuarenta años de matrimonio también caben las crisis. Discutían casi por cualquier
cosa y se sentían aludidos por todo lo que dijera el otro.
Aquel día había
empezado mal. Carlos dijo que el café estaba frío y Julia le replicó que ella no
era la criada de nadie y que si estaba frío que lo calentase, que tenía manos
igual que ella y que si se hubiera levantado primero hubiera tomado el café
caliente. Él se defendió diciendo que si no lo hubiera despertado tres veces
con sus ronquidos habría podido descansar y habría madrugado, pero no había
pegado ojo en toda la noche.
Después cada uno se
dedicó a sus tareas habituales. Era miércoles, el limpió el polvo mientras ella
preparaba la comida y después cada uno limpió su baño. Los miércoles Julia
tenía clase de música tradicional en la Universidad Popular, así que se arregló
y a las once salió por la puerta sin decir adiós.
Carlos encendió la
televisión, pero no había nada interesante así que se puso a dormitar un rato y
acabó pensando en los problemas que tenían últimamente. Siempre habían sido un
matrimonio tranquilo, sin grandes sobresaltos, ni para bien ni para mal.
Pero un día él se
jubiló, empezaron a pasar todo el día juntos y con ello llegaron los problemas.
Discutían por tonterías y se pasaban días enteros sin dirigirse la palabra.
Trató de averiguar que
podría hacer para congraciarse con Julia y se acordó del jarrón chino, aquel horrible
que solían tener a la entrada y que Julia quería tanto porque se lo había
regalado su madre (la de ella, claro). Hacía un par de días que se había caído
al limpiar el polvo (se le cayó a él) y se habían roto tres pedazos. Ahora
estaba en el trastero, porque ella no lo quería tirar, no se sabe si porque le
recordaba a su madre o para recordarle a él que lo había roto.
Se vistió, bajó a la
ferretería de la esquina y compró uno de esos pegamentos mágicos, se según la
propaganda restauraban todo tipo de roturas sin dejar huella de los
desperfectos. El vendedor que lo atendió le dijo que estaba de suerte, que
había una oferta por la que podía llevar el bote de 500 ml. por el precio del
tamaño pequeño. A la vuelta pasó por el trastero y rescató el jarrón.
Forró con periódicos
viejos la mesa de roble macizo del salón que habían comprado el año pasado y se
puso manos a la obra. Por desgracia, no solo había roto tres trozos, sino que
en la parte superior, en el asa, también se habían desprendido varias esquirlas
que su mujer había guardado junto con los demás trozos.
Pegó primero los trozos
más grandes y cuando se puso a hacerlo con los más pequeños, se dio cuenta que
tendría que despegar dos de los trozos grandes para poder encajar los otros.
Por desgracia era un pegamento rápido y ya se había secado. Sujetó uno de los
trozos con unas tenazas para hacer fuerza y pegó con el codo izquierdo en
el bote de pegamento que derramó una
parte del contenido encima de la mesa de roble, justo en la parte que no había
quedado cubierta con el periódico.
Fue a la cocina a
buscar una bayeta y al intentar limpiar la mesa tropezó con el jarrón que cayó
rompiendo en varios pedazos nuevos, aunque los que ya había pegado y tenía que
despegar resistieron heroicamente la presión y se mantenían unidos entre sí. El
pegamento que había caído sobre la mesa había hecho un grumo y se había
solidificado, pillando además un trozo de periódico que ahora aparecía unido
indisolublemente a la mesa por obra del pegamento.
Quitó los guantes para
recoger los trozos del jarrón y con las prisas volcó el bote de pegamento.
Cuando se dio cuenta del desaguisado, un rio del adhesivo se extendía por el
parquet desde la pata de la mesa hasta una planta de interior situada a un
metro de la mesa, pasando por la silla donde se había sentado para tratar de
pegar el jarrón. Fue hasta la cocina dejando un rastro de la cola por el
salón y el pasillo y cogiendo la fregona con las manos impregnadas de pegamento, intentó limpiar el derrame. A mitad del trabajo el pegamento cuajó y se
quedó soldado al palo de la fregona y esta al parquet del salón.
Cuando llegó su mujer
dos horas más tarde, se encontró con un rastro de grumos pegajosos en el
pasillo, a Carlos llorando desconsolado mientras trataba de despegarse de la
fregona y los restos del jarrón esparcidos y arruinando definitivamente el
parquet. La mesa del salón estaba empedrada de resto de periódico.
Una semana más tarde,
Carlos tenía las manos en carne viva de tanto lavarlas y aún con restos del
adhesivo y el piso destilaba un fuerte olor a aguarrás con el que habían
tratado de desprender los residuos grumosos sin conseguirlo del todo. El jarrón
estaba definitivamente plantado en el suelo del salón y abonado con generosa
cantidad de pegamento.
Julia, siguiendo el
consejo de su abogado, hizo fotos e inventario del desastre y pidió el
divorcio.
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