Casi todos estamos de acuerdo en lo malas que son las bebidas alcohólicas y en lo maternales que son las viejecitas
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Cuando desperté un fuerte
dolor de cabeza me recordó que la noche anterior había bebido demasiado. No era
una novedad, todas las noches bebía demasiado y todas las mañanas me levantaba
con resaca. Encima de la mesita, reposaba la cartera vacía, había sido una
noche agitada.
Tomé un café negro y amargo
que me hizo vomitar. Y dos aspirinas para el dolor de cabeza.
Fui a mear y eché algo de
sangre. Vaya, ya me volvieron a contagiar alguna mierda – dije mientras cerraba
la bragueta. Pero aquello tendría que esperar, ahora tenía asuntos más urgentes
que solucionar.
Guardé el estilete y salí a
la calle.
Necesitaba dinero, era
viernes y tenía por delante un largo fin de semana. Había quedado con los
amigos para salir esa noche y seguro que la fiesta se iba a prolongar todo el
fin de semana. Tendría que comprar algunas papelinas para aguantar los tres
días y algo de estreptomicina al mancebo de la farmacia que te la vendía sin
receta si pagabas bien para curar aquella mierda, fuese lo que fuese. Y
necesitaba pasta para los copas y para invitar a los chochitos de la noche que
si no las invitas primero, no se te abren de piernas.
Cerca de una Oficina de la
Caja de Ahorros esperé a que algún viejo asomase a la puerta guardando aún el
dinero recién sacado del cobro de su pensión.
A los diez minutos salió una
abuela con los billetes todavía pendientes de sepultar en los fondos del enorme
bolsillo que llevaba colgado del hombro. Era la víctima perfecta, una vieja
medio coja, pintada como una mona y con la sonrisa de quien está aquí pero tiene
la cabeza en otro sitio.
La seguí, empujándola al
primer callejón que se cruzó en nuestro camino y tras ponerle el estilete en el
cuello, le pedí el dinero.
Casi me dio pena la anciana,
cuando me suplicó que no la violase, que me lo daría todo. Había sido un golpe
fácil.
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Que no la violase, me decía – y no pude evitar
soltar una risotada.
Mientras, la vieja metió la
mano en el bolsillo, pero en lugar de la cartera sacó una pistola
semiautomática, me apuntó a la entrepierna y disparó sin dudarlo un instante.
Cuando me doblé de dolor, me apoyó el cañón en la nuca y volvió a disparar.
Me di cuenta de que me
estaba muriendo y no podía creer que a mí, después de veinte años de chulo y
con muchos atracos y tres asesinatos en mi historia me pudiera matar una vieja
lunática, que ahora estaba metiendo la mano por dentro de sus bragas y sacaba
una enorme navaja de muelles.
De una manera confusa pensé
que era un escondite seguro, quien iba a intentar meter la mano allí.
Con los últimos estertores,
sentí como me cortaba el dedo anular para robarme mi anillo de oro.
Y aquí estoy, en el puto
infierno, sin huevos y con un dedo menos.
Imagen creada con IA
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