Para estas fechas, nada mejor que un delicado cuento de Navidad.
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Era un comedor social de ínfima categoría. Una subvención del Ayuntamiento ayudaba a dar de comer a los más pobres del barrio y en muchas ocasiones también a los voluntarios, tan necesitados como ellos o incluso más.
Por eso, el día de San Esteban celebraban una comida para estos últimos y sus familias. Se hacía con las viandas no consumidas en la cena de Nochebuena y la comida de Navidad. El plato fuerte del menú era guisado de carne, carne que en esas fechas les donaba una industria de embutidos de la localidad. Como estaba cocinada de días anteriores y se recalentaba para el banquete, algún gracioso bautizó la comida como la de “La resurrección de la carne”.
A partir de la crisis de 2008 y ante los continuos problemas económicos por la escasez de recursos, una nueva Junta Directiva tomó el control del comedor y aportaron nuevas ideas y una gestión más moderna y profesional.
Un buen lema publicitario vende más que la buena calidad del producto, así que decidieron asumir el título “La resurrección de la carne” como su buque insignia para la captación de fondos. Por motivos no entendibles racionalmente la comida empezó a ponerse de moda entre los ricos bienintencionados y demás filántropos de la ciudad. Hasta el alcalde progresista y el obispo conservador tomaron la costumbre de asistir. Los que nunca asistían, no se sabe el motivo, eran los propietarios de la fábrica de embutidos que donaba la carne.
El caso es que había lista de espera y la gente pujaba en metálico para poder asistir a lo que era ya un acontecimiento social. Los rectores del comedor trataban de reservar la mayor cantidad de carne posible a fin de maximizar el beneficio obtenido con las entradas, pero los indigentes amenazaron con una ruidosa protesta porque hasta en el comedor social tenían preferencia los ricos sobre los pobres.
Lo último que interesaba a los rectores era un escándalo que perjudicara el negocio de dar de comer a los necesitados. Pensaron en comprar más carne en secreto a fin de cocinarla después de la comida de Navidad, pero se corría el riesgo de que alguien se enterase y los ricos querían autenticidad en su “sacrificio”, se sentían bien comiendo por un día lo que comían los pobres. Así que la carne empezó a resultar insuficiente para la comida de San Esteban y los gestores del comedor empezaron a buscar una solución que pudiera satisfacer a todos. Sin embargo resulta difícil complacer a todos como bien saben los políticos y las mujeres de la vida.
Pero no se dieron por vencidos, había que buscar alguna solución más creativa.
Se pusieron a pensarlo y encontraron una que aunque no muy convencional, satisfizo a toda la Junta Directiva.
El día de Nochebuena sirvieron la cena como todos los años, acompañada de abundante vino. Vino peleón, pero que los menesterosos agradecieron con largas libaciones. Con los postres, vino de jerez a discreción. Pronto todos los parroquianos habrían dado positivo en cualquier control de alcoholemia, en el improbable caso de que supieran conducir.
Despacharon ordenadamente a la gente. A los más perjudicados los enviaron a un dormitorio social cercano y dejaron en el comedor a tres indigentes sin familia conocida: Jenofonte, un borrachito feliz y alcoholizado, Eduardo, conocido como Dado, un delincuente común al que gustaba solazarse con prostitutas de la más baja estofa y el Chapas, al que rechazaban en algunos comedores sociales porque se decía que era seropositivo y tenía hepatitis B.
Los desnudaron, lavaron sus cuerpos y los dejaron dormir la curda.
El día de Navidad, después de hacerles vomitar los restos de sus últimas comidas a base de medicamentos eméticos comprados en Internet y grandes dosis de café con sal, los sumergieron en tres enormes tinajas llenas hasta el borde de los restos de vino sobrantes de las comidas de las últimas semanas. Varias botellas del peor jerez dieron el punto dulzón al caldo macerante. Cerraron las tinajas hasta primeras horas de la noche.
Ya de noche iniciaron los preparativos de la comida encendiendo el gran horno de la cocina que solo se usaba en ocasiones especiales. Trocearon la carne, la limpiaron de los intestinos y demás restos no aprovechables separando los trozos más adecuados para los diversos platos de asados y cocidos y añadieron los restos de la carne servida en la cena de Nochebuena, lo sazonaron con ajo y orégano y dejaron todo cocinarse muy suavemente durante la noche. Tuvieron que desechar un hígado por su evidente deterioro.
Había vendido más invitaciones que nunca para la comida, con el consiguiente beneficio para para los pobres y también para la Junta Directiva, que recibirían una proporcionada comisión de los ingresos.
El solomillo al Jerez con pasas y los riñones fueron platos estrella. Pero la verdadera sensación de la jornada fueron las criadillas, criadillas rebozadas aderezadas con champiñones y espárragos. Puesto que no había suficientes para todos, los gestores con el beneplácito de los invitados, subastaron las seis raciones existentes. Pujaron en principio el alcalde y el obispo, pero les resultó imposible competir con D. Fernando, el industrial más rico de la provincia que las adquirió para los cuatro amigos que había llevado a la comida, todos importantes hombres de negocios, para su mujer y para el mismo. Pagó por el privilegio 1.200 euros y disfrutó de su triunfo, satisfecho y orondo, regando tan exquisita delicia gastronómica con un excelente caldo Viña Pedrosa Gran Reserva de 60 euros la botella.
De postre se sirvieron peras maceradas en vino y jerez, para lo que se había aprovechado el líquido usado en las tinajas.
Daba gusto ver la satisfacción con que los próceres y sus estiradas consortes, fueran estas esposas o concubinas, engullían aquellos platos y resultaba edificante escuchar las conversaciones de aquellas almas grandes que tantos esfuerzos dedicaban al bienestar de los necesitados.
Cada comida era presidida por un cartel con una frase piadosa, unas veces de origen religioso y otras veces laico.
Aquel año, el cartel decía: “En Navidad, ten un pobre en tu mesa”.
Casi todos los asistentes la consideraron muy adecuada, aún sin sospechar hasta qué punto era cierta.
Nadie se extrañó que dos asistentes a la cena, hombres de avanzada edad, murieran a los pocos días. Ya se sabe, los excesos de las fiestas acaban pasando factura.
En los funerales, el obispo elogió la vida y obra de los fallecidos y remató con estas emotivas palabras:
“Hasta tal punto dedicaron su vida a los demás, que podríamos decir que su muerte fue un sacrificio por los pobres, una última comida en comunión con los que menos tienen”.
Algunos de los asistentes a ambos actos, sin saber por qué, notaron los síntomas de una dispepsia, como si les hubiera sentado mal alguna vianda.
Pero les pasó enseguida y continuaron con sus vidas.
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A veces me dan miedo mis relatos, no porque yo los haya escrito, sino porque vosotros los leeis.
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2 Comentarios
jajajaja, el mejor relato de estas putas fiestas, Ángel.
ResponderEliminarMuchas gracias y felices ??? fiestas ???
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí