Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

ELLOS

A veces somos una distopía de nosotros mismos.

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ELLOS





El sol empezaba a ponerse sobre los edificios situados al oeste del río. Era su hora preferida, cuando los árboles que bordeaban el río emitían su perfume a los paseantes.

Casi sin darse cuenta, llegó al bulevar. Se había prometido no ir, pero lo había hecho sin ninguna convicción.

En la acera izquierda, bajo los inconfundibles anuncios de neón, chicas jóvenes y escasas de ropa atraían a los hombres con sus ofertas de conocidos y desconocidos placeres.

Escogió, como en otras ocasiones a una chica rubia y alta que le miró desde sus profundos ojos azules. Pero era una mirada vacía de sentimientos.

En el tercer piso del edificio entraron en una habitación amueblada con una cama de matrimonio, una percha para la ropa y un gran espejo en el techo. A la derecha, una puerta entreabierta dejaba ver un váter y un plato de ducha.

Cuando terminó la relación carnal, le abrazó el pecho a su compañera accidental y casi sin darse cuenta, fue cerrando los ojos, satisfecho. Aún tenía tiempo.

Sintió una sacudida y abrió los ojos.

-Vístete, ya oscureció y has consumido tu tiempo.

En ese momento se fijó en la mancha oscura que la chica tenía a un lado del cuello que aparecía ligeramente inflamada.

Supo lo que era, pero no quiso pensar en ello.

Se vistió y salió rápidamente. Era de noche y la chica le indicó una puerta distinta de la usada para entrar.

Tuvo el presentimiento de haber vivido esa situación. Salió sabiendo que no debería haber escogido esa puerta.

Afuera solo unas pocas bombillas iluminaban la calle, sucia y vacía. Las filtraciones del río cercano depositaban por toda la calle una película de barro que se adhería a los zapatos.  Las fachadas de los edificios, sucias y desconchadas dejaban entrever detrás de las ventanas sin luz, siluetas de figuras que miraban a la calle.

Caminaba pegado a la acera derecha cuando de un portal situado a su espalda salió una figura renqueante que empezó a seguirle. Llevaba una especie de gabardina y un sombrero que le cubría casi el rostro. A pesar de sus evidentes dificultades para caminar avanzaba más rápido que él y emitió un sonido gutural varias veces. Le pareció entender que le decía: “Espera, espera”.

Paró un momento y entonces vio su rostro, hinchado, deforme y purulento. Sintió que el miedo le agarrotaba, porque sabía perfectamente lo que suponía aquella carne degenerada.

Se sobrepuso y echó a correr en dirección a la única salida de la calle que se veía al fondo. Cuando estaba llegando, resbaló en el barro de la calle y cayó.

Pero no era barro, o no solo barro. Se miró las manos y notó un viscoso líquido rojo. Sangre, era sangre.

Desde el callejón de salida media docena de figuras, también cubiertas y renqueantes se acercaban con los brazos extendidos murmurando “Espera, espera” como si de un mantra se tratase.

Siempre supo que algún día tendría que enfrentarse a ellos. Siempre supo que lo capturarían y tendría que vivir con ellos, vivir como ellos, ser como ellos. Pero ni en sus pensamientos fue capaz de pronunciar su nombre.

No tenía escapatoria, estaba cercado por aquellas horribles figuras. Sintió que iba a desmayarse...

Despertó cubierto de sudor. Otra vez la pesadilla, el callejón, los.... No podía decir la palabra maldita, no podía.

Intentó levantarse, pero se dio cuenta que estaba atado a la cama en un cuarto sin ventanas ni ventilación, con una estrecha puerta al fondo. Entonces se fijó en su brazo derecho, cubierto por una venda sanguinolenta que le llegaba a la muñeca. A partir de ahí la mano aparecía llagada por la cuerda que lo sujetaba. Dios mío, ahora recordaba, él era también  un… eso que no podía decir.

Por un descuido alguien había dejado la puerta de aquel cuartucho entreabierta y sintió una conversación de los que parecían ser cuidadores en aquel lugar:

-                   Este no tiene solución, es un desperdicio seguir tratándolo.

-                   Si -respondió la otra voz, femenina esta vez-, será mejor llevarlo al Grupo T.

No podía ser, no podía pasarle. Al Grupo T no, no podría sobrevivir en aquel pozo de inmundicia, de miseria. Por lo que había oído, era un lugar de desesperación, donde nadie sobrevivía. Allí solo iban los que no tenían ninguna esperanza y de allí no se salía.

En ese momento se abrió la puerta y dos figuras como hienas, armados de correas de cuero y largos palos puntiagudos envueltos en alambre de espino, entraron en el cuchitril.

Llamaban hienas a los cuidadores que se encargaban de transportar a los destinados al Grupo T. Eran a su vez internos que no tenían ningún tipo de miramiento. Si oponías alguna resistencia, te apaleaban sin misericordia. Generalmente, después de un traslado, se podían ver restos de sangre y tejidos desgarrados al borde de la entrada en el Grupo T.

El Grupo T. ¿que había realmente al otro lado de aquella entrada en forma de agujero en el suelo, que se cerraba con una pesada puerta y solo se abría para trasladar allí a algún interno y para arrojarles restos de comida dos veces al día.

Nadie había salido nunca y cuando se abría la puerta, a veces, se oían voces que ya no eran humanas. Pero lo que más horror producía era el tono extrañamente bajo de las mismas. Ni los gritos tenían ya cabida en aquel mundo oscuro y sin esperanza.

No pudo resistirse. Sabía que si lo hacía dejaría parte de su carne y casi todas sus fuerzas pegada a aquellos palos puntiagudos y espinosos.

Le pasaron un lazo de cuero alrededor del cuello y lo arrastraron en dirección al patio. Al fondo, otras dos hienas abrían la puerta del Grupo T. Un olor dulce, a fruta y carne podrida salió de la entrada del pozo. Vomitó manchando su mísero uniforme de interno y la soga de cuero le asfixió aún más. Estaba al borde del pozo. En ese momento las hienas, ya conocía el procedimiento, le iban a soltar el nudo a distancia, porque nadie se acercaba a alguien destinado al Grupo T. Y después, son sus estacas puntiagudas, le harían bajar, por las buenas o las malas.

Miró a la entrada del pozo, de donde en ese momento salían esos aterradores murmullos.  El horror que sintió ante su vista le hizo gritar, gritar hasta desgarrar la garganta. No, prefería morir de una paliza a ser arrojado al Grupo T. Pero ya era tarde, sintió los espinos clavarse en su carne y cayó empujado por ellos al pozo. Gritó nuevamente, pero tenía la garganta desgarrada y no emitió más que un suave murmullo. Ahora ya sabía el motivo de aquellos sonidos que salían del pozo. El horror desgarraba las gargantas de sus vecinos a fuerza de gritar.

Despertó con la garganta seca. Miedo, miedo, miedo.

Trató de recordar el sueño que le había producido aquel terror, pero no pudo. Después hasta olvidó que había tenido una pesadilla.

A su lado, Clara dormía aún plácidamente. Se levantó y entró en el pequeño cuarto de baño anexo a la habitación.

Cuando llegó aquí, como a todo el personal que venía a trabajar le habían hecho las pruebas y sabía que era inmune a la enfermedad.

Aun así no podía evitarlo. Todas las mañanas, cuando se iba a meter en la ducha no podía evitar mirarse todo el cuerpo desnudo, y cuando comprobaba que no había ningún signo de la enfermedad, una sensación de alivio lo inundaba.

Después de la ducha se acercó a la cama, como todas las mañanas, a despertar a Clara. Sor Clara de los Desamparados.

Como todas las mañanas se fijó en el guante que llevaba en el brazo derecho, hasta el codo. Había tenido la enfermedad, pero la habían cogido a tiempo. Fue de las primeras personas que se  pudo curar, pero no se pudo evitar que las secuelas de la enfermedad le tatuasen el brazo para siempre.

Nunca entendió por qué motivo después de aquello se hizo monja, estudió enfermería y vino de voluntaria. Quizá era una manera de agradecer la curación o puede que tuviera miedo de enfrentarse al mundo.

El caso es que para dormir con él, siempre se ponía el guante, sin darse cuenta que más que ocultar las secuelas, hacía que las recordase cada vez que lo veía.

Allí todos sabían que pasaban juntos las noches y a nadie le preocupaba. Los mundos que vivían paralelos a la realidad, como aquel, se regían por sus propias reglas.

Contempló el gesto de felicidad de Clara, y se preguntó que estaría soñando.

Pensó una vez más que nunca reuniría valor suficiente para romper con aquella relación que le ataba a este sitio.

La besó suavemente en la mejilla y le dijo suavemente:

-                   Clara, despierta. Son las siete y media.

Salió de la habitación sin mirar atrás. Ella nunca se ponía el hábito hasta que se iba.

Cruzó el breve jardín que le separaba del Pabellón Central y entró. Un olor dulzón, a corrupción le saludó como todas las mañanas.

Sabía de sobra que no era cierto, que las habitaciones se aireaban a diario, que los olores de las plantas y árboles naturales que rodeaban al edificio taparían cualquier posible olor. Sin embargo él lo sentía todas las mañanas.

Ya estaba reunido su breve equipo (enfermera, 2 ayudantes y un estudiante en prácticas) para iniciar la visita matutina.

Cuando enfiló el pasillo rodeado de camas a izquierda y derecha, pensó, como todas las mañanas que no era Clara quien le retenía allí, ni el sueldo que percibía, ni la posibilidad de ayudar a los demás. Lo que realmente le retenía allí era aquella sensación de superioridad que le embriagaba cuando aquellos pobres seres le rodeaban para iniciar la revisión.

Pero al despertase al día siguiente, no recordaría estos pensamientos y todo volvería a empezar.

Miró el reloj y apresuró el paso. En el Grupo T le esperaban los infectados.

Al este, el sol ya se había alzado sobre las montañas. Al final del día se ocultaría al oeste del río y dejaría en penumbra nuevamente el bulevar.


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2 Comentarios

  1. sueños y realidad, realidad y sueños que a veces son pesadillas

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  2. Quien sabe donde termina la realidad y donde empiezan los sueños?

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