En el colegio había sido una
niña tímida y feucha. Como siempre tuve debilidad por las débiles, la dejé que
fuera mi amiga. Después ella hizo un módulo de ATS y yo cursé Derecho. Le perdí
la pista durante varios años.
Un día, cuando ya trabajaba
en el bufete de mi padre, me encontré a Choni en El Corte Inglés. Habíamos sido
compañeras de clase desde el parvulario, su madre era amiga de la mía y hasta
habíamos tonteado un poco con el mismo chico cuando hacíamos el bachiller.
Después ella había estudiado Medicina y perdimos el contacto. Ahora estaba de
internista en el Hospital y quedamos para comer en un restaurante italiano
donde servían unas pizzas cero por ciento de grasa, con la intención de
recordar los viejos tiempos.
Después de pasar revista a
los últimos chismes sobre antiguas compañeras y de contarme que se había casado
con un cardiólogo y que pensaba tener un hijo el año próximo, de pronto, como
si se acordase de algo que no era muy importante, me dijo mientras mordisqueaba
unos raviolis con carbonara.
-
¿Te acuerdas de Carmela?
-
¿Carmela?. No me doy cuenta.
-
Si, mujer. Aquella feucha que tu cuidabas
bajo tu manto protector en la Secundaria – me pareció advertir algún tipo de
resentimiento.
-
Ah, si. Ahora me acuerdo. Es que le perdí la
pista hace muchos años.
-
Pues me la encontré en el Hospital.
-
Hizo ATS creo. ¿Trabaja allí?
-
Trabajaba, ahora está de baja. Estaba en
Consultas Externas como paciente.
-
¿Qué le pasa?
-
Tiene depresión. Su marido se mató en un
accidente de tráfico.
-
Pobre chica
-
Llevaba a otra en el coche, que también murió
Seguimos hablando de
antiguas compañeras y nos despedimos intercambiando el firme propósito de
repetir estas comidas con frecuencia, aunque en realidad ninguna teníamos
intención de reanudar nuestra vieja amistad.
Pasaron varios meses y ya me
había olvidado de Carmela, cuando un día me sorprendí al verla entrar en mi
despacho. Tenía el mismo aspecto desamparado de siempre, pero además estaba
demacrada, muy delgada como si padeciera de anorexia y las ojeras que rodeaban
a sus ojos parecían indicar que lloraba con frecuencia.
-
¿Carmela?
Me miró y me di cuenta de
que me reconocía, aunque enseguida bajó la vista.
-
Isabel. No sabía que trabajabas en este
bufete.
Me contó que quería
solicitar la Incapacidad Laboral Permanente por el problema de depresión que
padecía desde hacía varios años. Cuando me estaba poniendo en antecedentes, de
pronto un gesto de dolor asomó a su cara.
-
¿Te encuentras mal Carmela?.
-
Perdona, necesito ir al servicio, por favor –
había pánico en su mirada.
Le indiqué donde estaban y
tardó un buen rato en volver. Cuando se sentó nuevamente observé que olía
fuertemente a colonia, como cuando alguien se perfuma en exceso para intentar
tapar otro olor. Me miró y se puso colorada como una amapola.
-
Es uno de las consecuencias de mi enfermedad.
No puedo contenerme y de pronto me entran ganas y me cago.
Lo dijo así, con esas mismas
palabras, como si necesitase decirlo con el lenguaje más grosero. Sentí lástima
por ella.
Aunque yo no suelo llevar
este tipo de casos menores, seguí con detalle el expediente de Carmela y volví
a verla varias veces. La hubiera invitado a comer, pero tuve miedo de que se me
cagase en medio del restaurante y desistí.
Cuando finalmente
conseguimos que le aprobaran la prestación, vino un día a verme y me trajo una
caja de bombones para agradecerme el interés que me había tomado por su caso.
-
Faltaría más, mujer. Somos amigas.
-
¿Y ahora que vas a hacer? – le pregunté.
-
No lo sé. No siento gana de hacer nada.
Cuando salió del despacho,
llamé a mi secretaria y le regalé los bombones. No podía dejar de pensar que
igual había tocado la caja después de salir del servicio.
Durante varios años no volví
a pensar en ella. Conocí a Pablo, un ingeniero de Caminos que ahora es mi
marido, nos casamos y tuvimos un par de hijos y seguí trabajando en el bufete,
con mi padre. No podía dejarlo, iba a ser parte de mi herencia.
Un día que salía de una
revisión rutinaria en la consulta de mi ginecólogo, vi a Carmela que venía por
la acera en mi dirección. La observé, estaba más rellena, caminaba más firme,
más erguida. Tenía mejor aspecto.
-
Carmela – la llamé.
-
Isabel, cuanto tiempo.
Ya no presentaba aquellas
ojeras que le recordaba, ahora tenía el aspecto de una persona que descansaba
con normalidad.
-
¿Cómo te va, Carmela?
-
Mucho mejor, me encuentro mucho mejor. Estoy
tomando una nueva medicación que me va muy bien.
-
Ahora veo la vida de otra manera. Y ya no
tengo impulsos suicidas - añadió
No sabía que había tenido
impulsos suicidas. Sentí verdadera lástima.
Charlamos un rato, le conté
que me había casado, que tenía dos hijos y su expresión no cambió en todo el
rato, una sonrisa iluminaba su cara, parecía satisfecha.
Ya iba a despedirme, pero
había algo que me intrigaba. Sabía que se lo iba a terminar preguntando aunque
no sabía como enfocarlo. Por fin decidí hacerlo de frente, sin tapujos.
-
Carmela y con el nuevo medicamento ¿ya no te
cagas?
-
Uy, si. Pero ya no me importa.
Cuando la vi marchar tan
contenta, sin saber por qué pensé que mi vida era una mierda.
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