Rufino
era un chaval flaco, malencarado, cuatro ojos y el más bajo de la pandilla del
último curso del instituto. Si alguien se burlaba de sus tristes prendas, se
encendía por dentro y tenía impulsos homicidas o por los menos violentos hacia el
ofensor. Pero como era consciente de su escasa fuerza física, nunca tenía el
cuajo de acometerlos, callaba y hasta sonreía con disimulo. Eso si, apuntaba en
su libreta de tapas negras la fecha, el ofensor y la ofensa, confiando en que
algún día tendría la oportunidad de vengar el insulto.
Desde que empezó en el instituto venía soportando las bromas de sus compañeros, adolescentes rebosantes de hormonas descontroladas. Un día mientras ojeaban una revista en la cafetería del instituto , cuando alguien, probablemente Vicente que siempre estaba pensando en lo mismo o Carlos que había hecho de la masturbación un arte virtuoso, dijo que Naomi Campbell estaba muy buena, Rufino encontró por casualidad la fórmula que iba a mejorar sus perspectivas sociales:
- Si
la pillo yo, le iba a hacer un coito anal que no lo iba a olvidar nunca.
Las
chicas de la pandilla, encabezadas por María, que presumía de una virginidad
militante y acostumbraba a pasar por la capilla cuando acababan las clases, más
por dar que hablar que por verdadera devoción, fingieron escandalizarse con lo
dicho por Rufino y lo obsequiaron con diversos adjetivos calificativos, que
contra lo que se pudiera esperar no humillaban al chaval, sino todo lo
contrario. Se sentía orgulloso de cada insulto recibido, como si fueran heridas
de guerra que demostraban su heroísmo:
- Guarro,
sinvergüenza, lávate la boca, maleducado, grosero.
En
el fondo, tanto ellas como ellos, sabían que todo era un juego, una puesta en
escena, pero la frase tuvo éxito y desde entonces Rufino tuvo cierto aura de
duro y depravado.
Con
dieciséis años nunca había tenido relaciones con ninguna chica, ni tan siquiera
un beso robado en algún guateque, pero empezó a disfrutar una inmerecida fama
de vicioso que él llevaba con orgullo
impropio.
Cuando
a alguna chica del grupo se le escapaba decir alguna palabrota menor o una
picardía inocente, nunca faltaba alguien que le decía:
- Como
se entere Rufino, ya sabes lo que te puede pasar.
Y
todos se reían mientras la adolescente se ponía ligeramente colorada, solo lo
justo para no coger fama de chica fácil.
A
Rufino esto le supuso que el grupo dejó de reírse de su raquitismo mediocre,
porque les resultaba más cómodo que fuera el canalla del grupo, un malo barato
de mantener, porque no tenía fuerzas ni galas para hacerles frente ni competir
con ellos por las chicas. Los compañeros lo exhibían como contraste de su propia imagen que salía mejorada por la
comparación..
La
parte mala del asunto es que ninguna de las chicas de la pandilla iba a querer
hacerse su novia y no sería por virtud, que algunas estaban intrigadas de cómo
sería un perverso en eso de hacer manitas y tocarse ligeramente en la intimidad
de los bailes. Pero todas eran conscientes de que una relación con Rufino daría
pie a que las demás la despellejaran y la tildasen por lo menos de descarada y
facilona ante los otros chicos. Dentro de la dinámica de grupo de la pandilla,
aligerar la competencia era un recurso básico.
En
el fondo a Rufino no le importaba mucho, porque sabía que las chicas preferían
fijarse en otros, como Pablo, que era alto, guapo y simpático y ya había
tonteado con varias de las adolescentes del grupo. Todas lo miraban con
ojos tiernos, mientras a él solo acostumbraban a mirarlo con un gesto impostado
de rabia o repulsión.
Solo
Isabel, aquella chica tímida, flacucha y con gafas de cristales de culo de
botella, lo miraba cuando pensaba que nadie la veía con la esperanza de que se
fijase en ella. Pero tan bien disimulaba que Rufino no se enteraba nunca.
Después
de las fiestas de Navidad, se incorporó a clase una chica nueva. Se llamaba
Violeta y venía de Sevilla. Su padre trabajaba en un banco y lo habían
trasladado como director de una oficina de nuestro frío norte. Él lo
consideraba un ascenso, aunque la hija lo veía más como un castigo, porque tuvo
que abandonar a todas las amigas y amigos de su ya lejano colegio.
Violeta
era una de esas adolescentes que piensan que las puertas se traspasan
derribándolas y no se le ponía nada por delante. Era pelirroja, de ojos verdes
y abundantes pecas. No era guapa ni tenía un tipo espectacular, pero tampoco
era fea y no se apreciaba ningún defecto reseñable en su cuerpo. Se unió a la
pandilla sin invitación y pronto desconcertó a aquellos adolescentes.
Violeta
no estaba dispuesta a sentarse a contemplar como los campeones le rendían
pleitesía. No, ella competía con los campeones, fuera jugando al fútbol,
bebiendo vinos o diciendo aquellas inocentes palabrotas que a la tropa de María
parecían escandalizarlas. Incluso fumaba porros en aquellos años de principios
de los setenta en los que solo los más osados lo hacían.
Eso
trastornó la vida de la pandilla, porque ni las chicas acertaban a neutralizar
la competencia de Violeta ni los chicos se sentían cómodos con aquella
pelirroja que no solo no esperaba que la cortejasen, sino que se permitía
invitarlos a bailar.
Un
sábado quedaron toda la pandilla para ir a la feria que se había instalado en
las afueras y Violeta después de subir a la montaña rusa con los chicos
mientras abajo los observaban las muchachas y Rufino, que padecía de vértigo,
propuso probar a hacer escalada en el rocódromo. Pablo, que era el líder
natural de los varones no tuvo otro remedio que aceptar para no perder su
prestigio frente a la audiencia femenina y masculina. Subieron los dos,
ligeramente más rápida Violeta y cuando estaban llegando al final Pablo se
desequilibró y ella en un gesto rápido lo sujetó por el cuello de la camisa,
evitando que cayese antes de llegar al
final. Hubiera preferido caerse mejor que aquella humillación, así que
confusamente le dio las gracias e interiormente la odió como no había odiado
nunca a nadie.
Esta
fue la gota que desbordó el vaso de la irritación de unas y otros hacia
Violeta. María y Bárbara, sin hablarse pero cambiando una mirada elocuente,
decidieron tenderle una trampa que la hiciese quedar en ridículo. Bárbara era
la antítesis de la pacata María y tenía fama de dejarse arrimar por los chicos
al tercer baile e incluso presumía de haberse besado con lengua con la mayoría
de ellos, menos con Rufino, claro.
Estaban
todos tomando un refresco, cuando Bárbara le dijo a Violeta:
- Violeta
hoy salvaste de una buena caída a Pablo.
- No
tiene importancia – dijo Violeta aunque su cara expresaba lo contrario.
- Tú
no te quedas atrás de lo que haga ninguno de estos – siguió Bárbara.
- Da
por seguro de que no – Violeta estaba disfrutando de su momento de gloria.
- Eso
será mucho decir – dijo María con su voz falsamente candorosa.
- Eso
es así, tal cual – dijo Violeta, que no tenía ninguna simpatía por María.
Pablo,
que se la tenía jurada, se fijó en ese momento que María miraba a Rufino, que
regresaba de pedirse otra caña. Y entendió.
- Pues
seguro que hay alguien aquí que te reta y te rajas – dijo.
- Puedes
dar por seguro que ninguno de vosotros tiene más huevos que yo – María puso
cara de escándalo.
- Pues
ayer Rufino dijo que estaría dispuesto a tener un coito anal contigo ¿te
atreves o te rindes?- remató Pablo.
Rufino,
que nunca pensó que se le presentaría la oportunidad de hacer su bravata
realidad, sintió como le temblaban las piernas ante la perspectiva.
Violeta
se dio cuenta de que había caído en una trampa urdida por aquellos idiotas. Si
decía que si, siempre sería la chica que tuvo un coito anal con Rufino y todos
se reirían de ella. Pero si decía que no, todos se reirían de ella y nunca más
la tomarían en serio. Aún así, Violeta no se arrugaba fácilmente.
- ¿De
verdad dices eso, tío?
- Claro
– dijo Rufino pensando que a continuación le pegaría una bofetada delante de
todos.
- Vale,
a ver si es verdad. Mañana voy a estar sola en casa por la tarde, si tienes
huevos, te espero a las cuatro y me lo demuestras.
Las
chicas se asombraron de que fuera capaz de aceptar el reto y los chicos se
dijeron que después de eso nunca podrían ganarla en nada. La única esperanza
era que Rufino se portara como un hombre y le plantase cara (o espalda) a
Violeta, significase eso lo que significase, porque ninguno había pasado por
semejante experiencia.
Al
día siguiente, Pablo, Juan y dos más acompañaron a Rufino hasta la puerta de la
casa de Violeta:
- Venga,
tío. Tienes que demostrarle que eres un hombre de verdad. Cuando estés en su
casa, haznos una seña desde la ventana para saber que estás allí y a las siete
nos vemos en el bar y nos cuentas.
Pero
él estaba muerto de miedo.
Cuando
picó al timbre, más muerto que vivo, le abrió la puerta Violeta que lo cogió
por la camisa y lo hizo pasar de un empujón. Lo arrinconó contra una esquina y
amenazadoramente le gruñó:
- Si
te crees que vas a tocarme ni un pelo, estás muy equivocado, enano. Vas a contar
que mis padres llegaron de repente y que tuviste que dar la disculpa de que
habías venido a buscar unos apuntes y te marchaste. Y vas a decir que no
hicimos absolutamente nada.
- ¿Entendido?
- Si,
de acuerdo – dijo Rufino más aliviado que decepcionado.
- Y te
juro que como digas a alguien la verdad, o lo que es peor, que intentes
presumir de que hicimos algo, te pego una paliza que te acuerdas y después te
quito los pantalones en medio de la calle y tienes que marchar a tu casa con tu
pirula al aire.
- No
te preocupes, diré lo que me dijiste – estaba asustado, porque sabía que
aquella chica terremoto era muy capaz de cumplir su amenaza.
Al
día siguiente toda la pandilla conocía la versión de Rufino.
- Bueno,
podéis quedar otro día para intentarlo – dijo Bárbara
Violeta
le echó una mirada asesina.
- Ya
tuvo una oportunidad y la perdió. Así que no lo intente o le parto un brazo –
dijo con rotundidad.
- A él
o a cualquier otro – nadie le llevó la contraria y cambiaron de tema.
No
se volvió a hablar del asunto, porque todos habían salido escarmentados de la
broma.
Aquel
año terminaron el Instituto y aunque en el verano mantuvieron el contacto,
después se fueron dispersando, unos a la Universidad, otros a Formación
Profesional y hubo quien directamente se sumergió en el mercado laboral. Solo
de vez en cuando se veían casualmente, dos o tres, tomaban una cerveza o un
café y hablaban de los tiempos del instituto. Con el paso de los años, dejaron
de hablar de los viejos tiempos y lo hacían en cambio de los hijos, de los
trabajos y hasta de las enfermedades que empezaban a sufrir como la
hipertensión o el colesterol alto. Los chicos empezaban a estar calvos y tener barriga y las chicas las tetas caídas
y ojeras de las malas noches que les daban los niños pequeños.
Todos
se habían hecho un hueco en el mundo de los mayores, aunque fuera a codazos.
Pablo
regentaba un puesto de periódicos y tabacos que había heredado de su madre y
por fin se había decidido a salir del armario.
María
era madre de cuatro hijos, su marido era fontanero y por su
profesión, aficionado a tapar todos los agujeros que encontraba en el camino.
Bárbara
había tenido una vocación tardía y ahora era sor Bárbara, ejercía de monja de
clausura y su voz de soprano era muy apreciada en el coro del convento.
Violeta
era médica y ejercía de uróloga. Casada con un profesor de instituto, tenía dos
hijos que eran su vivo retrato en lo físico y en el carácter.
Cuando
se veía obligada en la consulta a hacer un tacto rectal, siempre imaginaba que
se lo estaba haciendo a Rufino y no podía evitar sonreír maliciosamente.
También
había cambiado la vida de Rufino. En el guateque de final del
último curso del instituto, por fin se había fijado en las miradas furtivas de
la flacucha Isabel. Ahora están casados y tienen tres hijas, las tres tímidas,
las tres flacuchas y las tres cuatro ojos.
Isabel
está enamorada de Rufino, pero en su
fuero interno nunca estuvo dispuesta a permitirle que ensayase con ella sus
anunciados coitos anales. A decir verdad, tampoco él se lo propuso nunca.
Rufino
es conserje de la Delegación de Hacienda e Isabel cajera en El Corte Inglés.
Para complementar el escaso sueldo de funcionario, escribe cuentos para niños
de guardería, que son de forma unánime bien acogidos por los colegios, las
asociaciones de padres y los propios niños por su ternura e ingenuidad.
Pero
a veces, cuando ya está harto de príncipes valientes, princesas ingenuas,
cerditos amables y lobos rugientes, entonces escribe bajo seudónimo cuentos
sobre sus años de instituto.
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