Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

EL GESTOR

 



EL GESTOR
                                            Imagen de MurrrPhoto en Pixabay




Nunca había destacado en nada, nunca había llamado la atención por hacer algo fuera de lo común. Ni siquiera había formado una familia. Era un solterón de mediana edad, que ocupaba un puesto secundario en una gestoría y que ni siquiera despertaba las envidias de sus compañeros de trabajo porque no veían en él a alguien que les pudiera hacer sombra en sus aspiraciones profesionales. Esteban no las tenía, solo quería vivir su vida con la mayor placidez posible.

A media mañana salió como de costumbre a tomarse una café y un pincho. Y como de costumbre el café estaba hirviendo a pesar de pedirlo templado y la tortilla fría. Llevaba con él la cartera de piel que usaban en la Oficina cuando tenían que realizar gestiones en el exterior, que dejó arrimada a la pata del taburete mientras tomaba el refrigerio. Había recogido varias escrituras de clientes que tenía que tramitar la Gestoría y un cheque bancario para pagar en Hacienda el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados.

El café caliente y la tortilla fría le sentaron mal al estómago. Dejó el importe justo de la consumición encima de la barra y fue al servicio. Mientras hacía sus urgentes necesidades se convenció a si mismo de que no era un tacaño por no haber dejado propina,  porque el servicio había dejado mucho que desear y además las consecuencias se las iba a dejar en el inodoro sin cobrarles por ello.

Salía sonriendo por esta última idea cuando se acordó de la cartera con los documentos. Se dirigió de nuevo a la barra, solo para comprobar que había desaparecido. Un sudor frío que contrastaba con el sudor caluroso que le había provocado la diarrea le recorrió la espalda.

Oiga – se dirigió al camarero- mientras fui al servicio me ha desaparecido la cartera con documentos que traía.

Lo siento, señor, no he visto nada –dijo el camarero mientras recogía el importe justo de la consumición. No parecía muy interesado en el asunto.

Recordó que a su lado  había estado tomando una cerveza un tipo de pelo largo, barba y cazadora vaquera. Seguro que había sido él.

Salió a la calle, miró arriba y abajo y lo vio esperando para cruzar el semáforo. No vio que llevase la cartera pero seguro que había cogido el cheque y la había tirado el cualquier sitio.

Eh, oiga – gritó- Espere, oiga

El individuo pareció no oírle  y empezó a cruzar la calle. Nunca había hecho algo así, pero la perspectiva de presentarse en la oficina y decir que había perdido el dinero y los documentos lo había puesto muy nervioso. Salió corriendo detrás del individuo y gritando:

-          Al ladrón, al ladrón.

-          ¿Qué dices, tío?¿Estás loco o que te pasa?

Si se hubiera parado a pensar, se habría dado cuenta de que estaba acusando a alguien sin ningún tipo de prueba, pero ya era demasiado tarde para pensar. El individuo se había dado la vuelta para decirle lo anterior y no pudo frenar ni esquivarle, chocó contra él y cayeron ambos al suelo.

Cuando se levantó maltrecho y dolorido, el individuo que había sido más rápido, le inmovilizó, le arrojó nuevamente al suelo y le puso una placa de policía delante de sus narices:

-          Te acabas de meter en un buen lío, gilipollas.

-          A ver, documentación.

Estaba confuso. Había salido corriendo detrás de un ladrón y resulta que era un policía.

-          Verá, yo. Me robaron y pensé…

-          Rápido, enséñame la documentación

Buscó la cartera, pero no la tenía en ningún bolsillo de la chaqueta ni los pantalones. Y entonces recordó que después de pagar y antes de ir precipitadamente al servicio la había guardado en el portafolios.

-          Yo, es que me robaron la cartera y el portafolios.

-          Claro, y por eso agredes a un policía. Las manos atrás

-          ¿Cómo?...

-          Las manos atrás, coño

Le puso unas esposas y llamó por el móvil a un coche patrulla, que los condujo a la comisaría.

-          Hombre, Paco ¿no te tocaba patrullar camuflado? – dijo el funcionario de la entrada, dirigiéndose al policía.

-          Si, pero este idiota me ha reventado el invento. Tómale los datos para ficharle por agresión.

En la celda de la comisaría donde lo llevaron, había un par de drogadictos con el mono, que gritaban y pataleaban y un travesti que nada más entrar Esteban le guiñó con ojo con picardía. Le dio aún más miedo el travestido que tenía un algo siniestro en la mirada, que los drogadictos que le producían terror.

Empezó a sentir una imperiosa necesidad de ir nuevamente al servicio que se encontraba en una esquina de la celda, pero no se atrevía ni a pensar en bajarse los pantalones delante de aquella tropa. Así que mientras sus tripas empujaban hacía fuera, la voluntad presionaba hacia dentro y el esfuerzo le hacía sudar copiosamente.

Cuando el travestido se acercó a él y le susurró un “guapetón” al oído las tripas ganaron la batalla y una olorosa ventosidad esparció un fuerte aroma a podrido que hizo alejarse al pretendiente. Esteban no sabía si sentía más miedo que vergüenza o al revés.

Habían pasado un par de horas que le parecieron un par de siglos, cuando un policía abrió la celda y anunció:

-          Esteban, acompáñame. Venga, coño, rapidito.

Arriba lo esperaban el policía que le había detenido y el que le tomó los datos.

-          Has tenido suerte, cabrón. Han detenido al que te robó la cartera.

-        Todavía queda lo de la agresión, pero no voy a acusarte. Demasiado papeleo y total ya te llevaste un par de hostias. Suficiente.

-          Gracias – balbució Esteban.

-          Coge tus cosas y tu cartera, firma la denuncia contra el chorizo y lárgate.

Cuando salía por la puerta el policía lo llamó y a Esteban se le heló la sangre

-          Siii?

-          Dúchate, amigo. Hueles mal.

Salió precipitadamente y se dirigió a su casa.

Cuando volvió después de la comida a la Oficina, le preguntaron por el motivo del retraso.

-          Es que me caí en un charco y tuve que ir a cambiarme.

Parecía el mismo Esteban de siempre, pero los hechos del día le habían cambiado, seguramente para siempre.

Aquella noche, después de reflexionar, había tomado una decisión trascendente: “Jamás volveré a comer un pincho de tortilla fría”.

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