Era un niño vulgar y corriente.
Estatura media, cabello castaño, facciones rústicas. En el colegio no destacaba
ni por ser buen estudiante ni por ser muy malo y en los deportes era de
aquellos a los que escogían los últimos para formar un equipo.
Parecía que Joaquín estaba
destinado a transitar una juventud sin pena ni gloria, hasta que le cambió la
voz al llegar a la pubertad. Empezó a notar que las chicas le miraban de otra
manera, se fijaban más en él, buscaban su compañía.
Un día de primavera, un día
hermoso y radiante de sol fue a una excursión del instituto. Eran tres grupos
de chicos y chicas y pararon a comer en un prado a la sombra de un pinar.
Cuando acabaron alguien sacó una guitarra y se puso a tocar “Bella ciao”. Joaquín,
que era un poco antiguo en sus gustos musicales la conocía bien y empezó a
cantarla, primero en voz baja y después, ya ganado por el entusiasmo, en un
tono audible para todo el grupo. Y se produjo el milagro. De su garganta salía
una voz melódica, musical, hipnótica y la mayoría de las chicas quisieron que
fuera una canción de amor que Joaquín cantase solo para ellas. La oyeron como
si se la estuviera cantando muy suave, muy dulce, al oído. Y los chicos
sintieron envidia de la voz de Joaquín. Algún chico también sintió un amor
súbito por él.
Aquel fue el principio de una
nueva vida para Joaquín. Con el paso de los meses la voz se fue convirtiendo en
un milagro musical, incluso en una conversación normal y cuando cantaba, las
chicas se sentían arrebatadas por aquellas melodías que sentían íntimas y
amorosas. Era un nuevo Joaquín, al que las vecinas ponían como ejemplo ante sus
hijos, las profesoras le preguntaban en clase porque les encantaba escuchar su
tono y sin importarles lo que contestaba,
siempre le ponían un sobresaliente. Los profesores preferían no preguntarle
porque las respuestas de Joaquín les producían la melancolía propia de quien
sabe que nunca tendrá una voz como aquella.
Lo más curioso es que Joaquín no
necesitaba buscar canciones ni conversaciones apropiadas al contexto. Enamoraba
a las chicas aunque hablase del partido del fútbol del domingo, porque ellas lo
percibían como una historia de amor. Y a los amigos, aunque dijese la tontería
más absurda, los persuadía con su tono melódico y su timbre hipnótico, que
nadie era capaz de rebatir.
Al principio le parecía vivir un
cuento de hadas, disfrutaba siendo el líder de su clase y dejándose querer por
las chicas de su curso. Pero con el tiempo se dejó ganar por la soberbia, se
creía que merecía todo de los demás y que no estaba obligado a dar nada. Dejaba
plantados a los amigos de siempre si cualquiera lo invitaba a una fiesta, una
excursión o cualquier otro provecho. Por la calle ya no saludaba a las vecinas
que lo adoraban y las encontraba fatigosas y pesadas, con tanto
halago y tanta sonrisita.
A las chicas le gustaba enamorarlas
y disfrutar de sus mieles, pero pronto se cansaba y las cambiaba por otras. Iba
dejando un reguero de candidatas despechadas, tristes y doloridas. Cuando cumplió
veintiún años, ya tenía en su historial una ex con un intento de suicidio, otra
que se había metido a monja y varias que
despechadas, habían aceptado a otros pretendientes y tenían todas las
posibilidades de ser infelices ellas y hacer desgraciados a sus novios. Sin
contar con las muchas que le ponían ojitos, le miraban tiernamente, pero no
tenían ninguna esperanza de que se fijase en ellas.
Él tenía ya trazado su plan de
futuro. No se iba a conformar hasta encontrar a una chica que fuese guapa, muy
guapa, rica, muy rica e hija única que le solucionara su vida para siempre. Ya
se encargaría de conquistarla a ella, a su madre y a su padre.
Tuvo en aquellos años varias
oportunidades de un noviazgo serio con chicas que cumplían los requisitos que
se había autoimpuesto, pero pensaba que no tenía prisa y seguro que acabaría
encontrando una pareja que fuese aún más rica, más guapa y más inteligente que
todas las demás.
Y un día le presentaron a Tamara,
hija de un banquero de rancio abolengo, guapa a rabiar después de varias
operaciones estéticas de perfeccionamiento y tan lista que a sus veintitrés
años no había trabajado nunca ni pensaba intentarlo. Y Joaquín quedó prendado
de ella.
La enamoró y tampoco le costó
mucho trabajo enamorar a su madre, una mujer altiva pero simple, poco
acostumbrada a recibir cariño, que sintió como se le derretían las bragas
cuando Joaquín le dio dos besos en las mejillas y le dijo con su voz suave y
halagadora:
- - Encantado de conocerla, señora. Ahora se de
quien heredó su hija la belleza.
Con el padre resultó más difícil,
porque como buen banquero tenía por corazón una lata de conservas y se mostró
serio y reservado. Pero cuando Joaquín le dijo:
- - He leído mucho sobre usted y admiro su trabajo.
El padre se rindió también.
En el veinticuatro cumpleaños de
Tamara, los padres le regalaron una moto Harley Davidson, que era una de las
muchas ilusiones de su vida. Y Tamara invitó a Joaquín a salir a probarla.
Cuando circulaban a 140 kilómetros por hora, una mala maniobra hizo derrapar la
moto y se estrellaron contra las protecciones de la carretera. Tamara solo tuvo
algunos rasguños en la cara que un cirujano plástico haría desaparecer sin
muchas dificultades, pero Joaquín sufrió un fuerte traumatismo en el tórax y
como consecuencia una parálisis de las cuerdas vocales.
Cuando Tamara lo vino a ver al
hospital, su voz había cambiado. Tenía una voz jadeante, respiración ruidosa y
necesidad de tomar bocanadas de aire frecuentes al hablar, entre otros
síntomas. Le dijo que lo encontraba muy bien, pero se marchó pronto con una
excusa y no volvió.
Nunca recuperó la voz que
enamoraba. Cuando cantaba con su voz rota, las chicas huían de su lado.
Después de muchos años de
amargura añorando un pasado que nunca iba a recuperar, víctima de una profunda
depresión, decidió suicidarse. En un solar abandonado, había descubierto hacía
tiempo una grieta que parecía no tener final porque jugó a arrojar una piedra y
nunca conseguía oírla llegar al fondo.
- - Igual conduce al mismo infierno – pensó.
Cuando llegó al solar vio que al
borde de la grieta había una reunión de gatos callejeros que estaban dando buena
cuenta de los desperdicios que arrojaban los vecinos del edificio colindante.
- - Gatos, abrirme paso y dejar que acabe con mi
vida de una vez.
Los gatos se le quedaron mirando
y empezaron a acercársele y rodearlo. Pensó que lo iban a atacar y les dijo con
amargura:
- - Dejadme pasar. No quiero morir destrozado por
vuestras uñas o comido por vuestra sarna. Abrid paso a un hombre que se quiere
quitar la vida.
Pero los gatos no pretendían
atacarle. Parecían fascinados por aquella voz rota que de pronto parecía haber
recuperado para los felinos el magnetismo que en otro tiempo tuvo para las
personas. Y maullaban suave y dulcemente, casi con amor.
A partir de aquel día, lo
rodeaban y esperaban ansiosos que les dirigiera unas palabras con su voz
sarmentosa, desagradable para las personas pero tierna y delicada para ellos.
Desde entonces, en el barrio lo
conocen como “El Señor de los gatos”.
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