Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

EL VIEJO RAFAEL

 




Cuando ya no veía más que sombras y tenía que usar bastón para ayudarse a caminar, cuando ya usaba pañales para combatir la incontinencia urinaria y los esfínteres no siempre le alcanzaban para contener las asechanzas de sus tripas aún así nunca dejaba de dar su paseo vespertino. Lloviese o nevase se ponía el abrigo de paño oscuro, su sombrero ya pasado de moda y una bufanda de lana aunque se encontrase en lo más caluroso del estío y apoyándose en el bastón de nudos que lo acompañaba desde hacía tantos años, paso a paso se encaminaba hacia los barrios de chabolas de la periferia de la ciudad.

No tenía ninguna prevención de que algún indigente le pudiera asaltar, porque el mismo parecía un indigente con su sombrero ajado y su abrigo ya descolorido por las estaciones, las inclemencias del tiempo y patinado por la suciedad y la contaminación.

Nunca se olvidaba de guardar en el bolso derecho del gabán una puntiaguda lezna recuerdo de su profesión de zapatero y la afilada cuchilla que usaba en otros tiempos para cortar el cuero. En el bolso izquierdo llevaba siempre varias dosis de heroína y jeringuillas de usar y tirar, que él era muy cuidadoso con la higiene y sabía de los peligros de las jeringuillas usadas.

Acostumbraba a dar un largo aunque renqueante paseo y se complacía contemplando a los jóvenes que deambulaban por las calles sucias y que entraban y salían en las chabolas de ladrillos mal alineados y coronados por chapas que simulaban tejados pero dejaban pasar el frío y el agua. Eran jóvenes de miradas oscuras, miradas ya mancilladas por las drogas, la bebida y la certeza de que eran unos perdedores. Miraba a los jóvenes con ojos de abuelo, sonreía cuando los veía disputar y una mirada indulgente bendecía las jeringuillas prendidas en sus brazos, las peleas por los motivos más nimios y la dura crueldad que caracterizaba todos sus actos.

Después volvía a casa, paso a paso, ya con las tripas revueltas y muchas veces con las heces arrollando por sus piernas, como demostración viva del desmoronamiento de su propio yo.

Pero a veces veía a uno de aquellos muchachos solo y desorientado, perdido en su laberinto de droga y abstinencia, con los ojos entrecerrados y la boca babeante y entonces sentía una ternura especial y volvían a su mente los recuerdos de tantas noches ahora olvidadas.

En estos casos se acercaba al necesitado, lo arrastraba tras de sí con el aroma de la heroína que llevaba en el bolsillo izquierdo, los tentaba con las jeringuillas y el polvo blanco hasta hacerlos entrar en un chamizo que externamente tenía el mismo aspecto que todos los chamizos, pero que internamente estaba protegido por una puerta de seguridad con doble llave y unas gruesas paredes de piedra que ahogaban los posibles gritos de dolor o las llamadas de auxilio. Después de darles su dosis del narcótico sacaba sus herramientas de trabajo y despellejaba en vida al pobre infortunado. Siempre intentaba mantenerlos conscientes hasta el final del trabajo, aunque previamente les había cortado las cuerdas vocales para que no pudieran gritar.

Después de terminar y fotografiar los despojos, se inyectaba su propia dosis de heroína, encendía la gran chimenea que había al fondo de la pared y dormía plácidamente mientras el fuego hacía desaparecer los restos.

Una noche de invierno cruda y despiadada como él, el viejo Rafael no se dio cuenta de que el tiro de la chimenea estaba atascado hasta que ya el humo empezó a ahogarle. Estaba tan postrado por la droga que no tuvo duda de que iba a morir en aquella chabola. Sonrió, se inyectó como pudo otra dosis y entregó su alma pleno de mansedumbre.

 

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