Cuando ya no veía más que sombras y tenía que usar bastón para
ayudarse a caminar, cuando ya usaba pañales para combatir la incontinencia
urinaria y los esfínteres no siempre le alcanzaban para contener las asechanzas
de sus tripas aún así nunca dejaba de dar su paseo vespertino. Lloviese o
nevase se ponía el abrigo de paño oscuro, su sombrero ya pasado de moda y una
bufanda de lana aunque se encontrase en lo más caluroso del estío y apoyándose
en el bastón de nudos que lo acompañaba desde hacía tantos años, paso a paso se
encaminaba hacia los barrios de chabolas de la periferia de la ciudad.
No tenía ninguna prevención de que algún indigente le pudiera
asaltar, porque el mismo parecía un indigente con su sombrero ajado y su abrigo
ya descolorido por las estaciones, las inclemencias del tiempo y patinado por
la suciedad y la contaminación.
Nunca se olvidaba de guardar en el bolso derecho del gabán una
puntiaguda lezna recuerdo de su profesión de zapatero y la afilada cuchilla que
usaba en otros tiempos para cortar el cuero. En el bolso izquierdo llevaba
siempre varias dosis de heroína y jeringuillas de usar y tirar, que él era muy
cuidadoso con la higiene y sabía de los peligros de las jeringuillas usadas.
Acostumbraba a dar un largo aunque renqueante paseo y se
complacía contemplando a los jóvenes que deambulaban por las calles sucias y
que entraban y salían en las chabolas de ladrillos mal alineados y coronados
por chapas que simulaban tejados pero dejaban pasar el frío y el agua. Eran
jóvenes de miradas oscuras, miradas ya mancilladas por las drogas, la bebida y
la certeza de que eran unos perdedores. Miraba a los jóvenes con ojos de
abuelo, sonreía cuando los veía disputar y una mirada indulgente bendecía las
jeringuillas prendidas en sus brazos, las peleas por los motivos más nimios y
la dura crueldad que caracterizaba todos sus actos.
Después volvía a casa, paso a paso, ya con las tripas
revueltas y muchas veces con las heces arrollando por sus piernas, como
demostración viva del desmoronamiento de su propio yo.
Pero a veces veía a uno de aquellos muchachos solo y
desorientado, perdido en su laberinto de droga y abstinencia, con los ojos
entrecerrados y la boca babeante y entonces sentía una ternura especial y
volvían a su mente los recuerdos de tantas noches ahora olvidadas.
En estos casos se acercaba al necesitado, lo arrastraba tras
de sí con el aroma de la heroína que llevaba en el bolsillo izquierdo, los
tentaba con las jeringuillas y el polvo blanco hasta hacerlos entrar en un
chamizo que externamente tenía el mismo aspecto que todos los chamizos, pero que
internamente estaba protegido por una puerta de seguridad con doble llave y
unas gruesas paredes de piedra que ahogaban los posibles gritos de dolor o las
llamadas de auxilio. Después de darles su dosis del narcótico sacaba sus
herramientas de trabajo y despellejaba en vida al pobre infortunado. Siempre
intentaba mantenerlos conscientes hasta el final del trabajo, aunque
previamente les había cortado las cuerdas vocales para que no pudieran gritar.
Después de terminar y fotografiar los despojos, se inyectaba
su propia dosis de heroína, encendía la gran chimenea que había al fondo de la
pared y dormía plácidamente mientras el fuego hacía desaparecer los restos.
Una noche de invierno cruda y despiadada como él, el viejo
Rafael no se dio cuenta de que el tiro de la chimenea estaba atascado hasta que
ya el humo empezó a ahogarle. Estaba tan postrado por la droga que no tuvo duda
de que iba a morir en aquella chabola. Sonrió, se inyectó como pudo otra dosis
y entregó su alma pleno de mansedumbre.
2 Comentarios
Siempre tan tétrico
ResponderEliminarSimplemente realista :-)
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí