Al despertar tuve la
sensación de que algo no iba bien. Intenté encender la luz de la mesita situada
a la derecha de la cama, pero no acerté a pulsar el interruptor. Cuando mis
ojos se acostumbraron a la luz matutina que entraba a través de la persiana,
pude ver que mi mano derecha se encontraba desgajada del brazo por un corte
limpio y estaba en la cama a diez centímetros del muñón que percibía a la
altura de la muñeca. Por ese motivo no había podido encender la luz.
La cama se encontraba
llena de sangre.
·
Seguramente procede de la mano cortada – pensé de forma estúpida.
Me levanté, envolví el
corte con una toalla para que dejase de sangrar y llamé al 112.
- Dígame.
- Mire, llamo porque al despertar me di cuenta de que me faltaba la
mano derecha.
Me pareció una respuesta
absurda, pero ¿Qué otra cosa podía decir?
-
¿Se encuentra grave?
-
Yo creo que sí.
-
¿Está solo?
-
Sí.
-
Bien, le mandamos una ambulancia. Dígame las señas.
Cuando terminé de
cumplimentar los trámites telefónicos, me senté en la cama a esperar a los
sanitarios y traté de recordar lo que había hecho la noche anterior. Pero
no había hecho nada fuera de lo normal, había recalentado una sopa de ajo que
me había sobrado del día anterior y la había cenado con medio vaso de vino como
era mi costumbre. Me quedé un rato viendo la televisión y me había acostado. Me
dormí enseguida y no desperté hasta esta mañana cuando sonó el
despertador.
Después de reflexionar
decidí descartar que la amputación fuera el resultado de que me hubiese sentado
mal la sopa de ajo.
Me fijé en la mano
cortada. La piel, casi transparente por la pérdida de sangre, resultaba
repulsiva. Los dedos, doblados alrededor de la palma, semejaban una garra de
las que venden en los comercios de artículos para broma. Pensé que no quería
que me volvieran a trasplantar aquel órgano que ya no reconocía como mío y sin
pensarlo abrí la ventana y la tiré al patio de luces. Este, por la desidia de
los vecinos, era un estercolero con todo tipo de desechos procedentes de las
viviendas. Y siempre estaba lleno de gatos sarnosos que se alimentaban de las
numerosas ratas que lo frecuentaban, que de esta manera contribuyen a
mantener el patio con un volumen de basura razonable, con su constante labor de
desagradable reciclaje. El año anterior, un día de verano cuando las ventanas
se mantenían abiertas en todo el edificio, en un intento de que el aire
disipara el tórrido calor de la tarde, varias ratas se colaron en el Bajo C, y
atacaron al abuelo de los propietarios, un viejo de 94 años al que un ictus
mantenía inmovilizado desde el invierno anterior. Dos gatos entraron a la
vivienda en persecución de las ratas y entablaron con ellas una pelea que tomó
como campo de batalla el cuerpo del abuelo, al que dejaron mal herido antes de
que los gatos acabaran con las ratas, que se habían defendido con gran valor.
El abuelo murió por la pérdida de sangre, la infección generalizada que le
produjeron los animales y el tiempo que pasó hasta que recibió atención, ya que
cuando se produjo el ataque se encontraba solo en casa.
No bien había llegado la
mano al suelo, un gato blanco más grande que los demás se hizo con la presa y
miró amenazadoramente a los otros que le rodeaban esperando una parte del
botín. Ninguno se atrevió a disputarlo. Después alzó la mirada y clavó en mí
sus grandes ojos amarillentos. La herida y la pérdida de sangre me debieron de
producir un delirio, porque hubiera jurado que me sonrió mientras sostenía mi
garra entre los dientes.
En ese momento sonó el
timbre de la puerta. Eran los sanitarios.
-
¿Qué le pasó?
-
No lo sé, desperté así – dijo señalando el brazo mutilado.
-
¿Y la mano?
-
Se la llevó un gato.
Creí que iban a seguir
indagando sobre las circunstancias del accidente, pero parecieron dar por
buenas mis respuestas. Uno de ellos abrió la puerta del frigorífico y sacó dos
refrescos de cola.
- Es que tenemos sed. Con este calor – me aclaró mientras bebía una
y le daba la otra al compañero.
- Claro, lo entiendo – dije y me senté en la cama a esperar a que
terminasen.
Estuve dos semanas en el
hospital y empecé a acostumbrarme a los inconvenientes de mi nueva situación.
Comer con la mano izquierda me resultaba algo incómodo pero me arreglé. Sin
embargo limpiarme el culo lo encontraba muy difícil y siempre dejaba sucios los
calzoncillos. Y no digo nada de masturbarme.
Lo que no sabía cómo
solucionar era la forma de ganarme la vida. Tocaba el clarinete en una orquesta
y no veía posibilidades de manejar todas las llaves con una sola mano. Tendría
que pedir hora con la asistente social para ver si me daban alguna ayuda.
Me paré un momento en el
descansillo de la escalera para sacar las llaves y al aspirar los olores a
comida recalentada y basura atrasada que subían por el patio de luces me sentí
nuevamente en casa.
Abrí la puerta y encendí
la luz de la entrada. Alguien me esperaba sentado en el marco de la ventana.
Era el gato blanco de ojos amarillentos que había recogido mi mano en el patio.
Me miraba y esta vez estuve seguro de que sonreía burlón.
En ese momento supe que más pronto que tarde, quedaría manco también de la mano
izquierda.
2 Comentarios
Jajajaja, magistral historia. Por si acaso, que se vaya haciendo con un perro.
ResponderEliminarNo es mala idea. Con un perro que no sea aficionado a las manos
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí